Los que saben, y los que no, dicen que la política es de tiempos y circunstancias. Quienes han vivido de este oficio por más tiempo que uno lo saben mejor. A quienes vimos como acérrimos rivales ahora resultan comparsas. El objetivo, sin embargo, no ha cambiado: el poder.

En estos días, tras el 2 de noviembre, parece que muchos prefirieron dejar el altar y manifestar que no están muertos. Otros, muy vivos, simplemente han hecho oficial lo que ya se sabía.

Pero ¿qué tiene de particular este proceso que ha muchos nos hace pensar en que las cosas no van a cambiar nunca? Es fácil: la clase política sigue siendo la misma, las ideologías son simples colores y que hoy cualquier hijo de vecino venido a más por el dedo de su padrino aspira a los cargos que deberían estar reservados para aquellos capaces de gobernar o legislar.

Nunca antes como ahora hemos visto (de ambos lados, gobierno y oposición) la llegada de advenedizos cuyo único mérito es haber estado en el lugar y momento correcto, así este haya sido cargar un café, hacer un mandado, dar un elogio o como muchos le decimos: besar un zapato.

Y de pronto pareciera que la carrera política más fructífera es aquella de quien tuvo suerte y en la ruleta del partido se encontró con que a su jefe lo harían digamos diputado.

Pero además de esta horda de suertudos están aquellos que cambian de calzones como si de partido se tratara, pues los calzones apestan menos que sus ansias por vivir del erario. Ahora, como siempre, la política se parece más a un cabaret que a una academia.

Por lo pronto, que no nos sorprenda, veremos las listas de aspirantes y diremos, caray, que tiempos aquellos en que por lo menos al mandadero le costaba hacer carrera y al chapulín el fin de su carrera.