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Antonio Roa, evangelizador de la Sierra hidalguense
Trece años de labor periodística de Criterio
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En mayo de 1534 —pronto se cumplirán 490 años de ese hecho— arribó a la Nueva España —hoy República mexicana— fray Antonio de Roa, acompañado de otros 12 hermanos de la orden Agustina. De acuerdo con la Crónica de la Orden de Agustín, de Juan de Grijalva, junto con Roa llegó también Fray Juan de Sevilla, su gran amigo en la labor de conversión de los pueblos de la Sierra Alta —hoy llamada Sierra de Pachuca— en el estado de Hidalgo.

En principio, tras subir cumbres y bajar a cavernas donde vivían los habitantes de aquellas regiones, poco pudo lograr el padre Roa, por lo que, desconsolado, decidió regresar a España. Con el consecuente desconsuelo, fray Juan de Sevilla, se quedó solo en Atotonilco el Grande para continuar con aquella ardua labor. En espera del permiso respectivo, Roa se refugió en el convento de Totolapan, donde un mestizo le enseñó el idioma mexicano, gracias a lo cual decidió regresar a la Sierra Alta hacia 1538 para iniciar una intensa vida misionera durante la que fundó y participó en la creación de los conventos de Molango, Xochicoatlán, Tlanchinol, Huejutla y Chichicaxtla.

Fueron años de intensa actividad, dice Grijalva —cronista de la orden Agustina—, pues Roa fue incansable en el trabajo evangelizador: llegó a las cimas más altas y a las depresiones más intrincadas y caminó descalzo como los habitantes de aquellos lugares, y agrega: “Era tan admirable la vida del bendito fraile, tan grandes sus penitencias, tantos sus merecimientos, que puso en espanto en estas naciones y enterneció a las mismas peñas, que regadas con su sangre se ablandaron y conservan hasta hoy rastros de aquellas maravillas”.

Solo se daba tiempo para visitar unas horas a su gran amigo, fray Juan de Sevilla, prior en Atotonilco el Grande, con quien conversaba no más de una hora, en la que se confesaban mutuamente y volvía Roa a sus lugares de misión. En la portería del convento de Atotonilco, una pintura muestra a los dos amigos abrazados, con esta inscripción debajo: “Hæc est vera fraternitas” —esta es una verdadera hermandad—, testimonio fiel de aquella cruzada evangelizadora.

Se cuenta que, “quizá de andar siempre descalzo por los caminos, el padre Roa tenía una llaga crónica en un dedo del pie. Sin embargo, nunca le vieron sentarse, ni darse descanso alguno, pues quiso dar a su cuerpo el mismo trato que los evangelizados serranos y huastecos sufrían diariamente”.

Cuenta el cronista Grijalva que, cuando salía del convento, le llevaban atado el cuello con una soga y cuando llegaban a sitios donde se levantaban cruces él las  besaba de rodillas, con todo amor y reverencia, y en haciendo esto, los indios le daban de bofetadas, le escupían en el rostro, le desnudaban el hábito, y le daban a dos manos 50 azotes, tan recios que le hacían reventar la sangre, en seguida, predicaba al pie de la cruz y les exhortaba a la fe y a conversión, con lo que les mostraba los sufrimientos de Cristo en el Calvario, donde había muerto por todos los hombres, incluyéndoles a ellos.

Tras una vida plena de piedad para los habitantes de la Sierra, en 1563, estando como prior de Molango, se sintió gravemente enfermo, por lo que convocó a los fieles de todos los pueblos vecinos para despedirse, tenía 72 años, y se supo a las puertas de la muerte. Cuando todos estuvieron reunidos, les recordó su historia misionera, y les imploró vivieran dentro de la fe cristiana y, dice su biografía, que el padre Grijalva se metió en una hoguera y desde allí continuó sus exhortaciones sin quemarse, ante el asombro de quienes le vieron.

A sugerencia de fray Juan de Sevilla, fue enviado para procurar su restablecimiento al convento dominico de Coyoacán, donde fue acogido e hizo al pueblo su confesión general, días más tarde fue trasladado a México, donde, ante los sacramentos de confortación a la muerte, perdió el habla, pero se aferró a al crucifijo que le había acompañado en todas sus correrías apostólicas. Pocos momentos antes de morir, pudo hablar y dijo: “Mi alma es lavada y purificada en la sangre de Cristo, tan fresca y caliente como cuando salió de su sacratísimo cuerpo”, y añadió: “Padre eterno, en tus manos encomiendo mi espíritu”, y murió. Era el 14 de septiembre de 1563, Día de la Exaltación de la Cruz.

Mucho se habla de que en muchas ocasiones se le vio predicar en Molango y, al mismo tiempo, en Xochicoatlán y Huejutla. Estos ejemplos de su vida, posiblemente magnificados por aquellos indígenas recién convertidos, más por el ejemplo que por la palabra, mucho coadyuvaron a buscar su santificación. Eduardo Cruz Beltrán, cronista de Molango y uno de sus biógrafos, señala la existencia de cuatro procesos de beatificación: el primero, en el siglo XVI; otro más, del siglo XVIII, y finalmente los de los años 1998 y el más reciente, iniciado en 2021. Las causas para santificar resultan sumamente difíciles, pero en este caso han sido los fieles de la Sierra quienes ya han elevado a padre Roa a los altares con el carácter de “santo” desde hace muchos años. Hoy un pueblo, de apenas una veintena de habitantes, y un promontorio montañoso en la Sierra Alta llevan el nombre de Santo Roa.

Tal fue la vida milagrosa y la piadosa muerte de fray Antonio Roa, pionero de la evangelización en las hoy tierras hidalguenses, hito que, en 2024, cumplirá 500 años de su inicio. La pintura del padre Roa que ilustra esta nota fue realizada por Carlos López en 1700 y obra en el Museo Nacional del Virreinato.

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