La Cuaresma en el Pachuca de los años 50
 
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Trece años de labor periodística de Criterio
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Se acerca ya la semana santa, otrora ocasión de especiales celebraciones de corte religioso, aunque también de usos paganos, vividos intensamente por los miembros de mi generación —integrada por quienes fueron niños o adolescentes al despuntar la segunda mitad de siglo veinte— acostumbrada a gozar de asueto desde el llamado Domingo de Ramos, hasta el siguiente llamado Domingo de Resurrección.

No obstante, en muchos lugares —de la entidad hidalguense— los actos de esta celebración daban inicio desde el comienzo de la Cuaresma —periodo de cuarenta días que culmina en la Pascua de resurrección— dedicado según la religión católica —de mayor observancia en México— a la purificación del alma, para recibir a Cristo resucitado.

Durante toda la Cuaresma, había oficios especiales y días dedicados a diversos ritos, como el Miércoles de ceniza —con el que iniciaba la Cuaresma y con ella el cumplimiento de ayunos y abstinencias, traducidos en no comer carne roja —de res o puerco— durante los seis viernes que abarca tal periodo —incluido el de Dolores— que daban paso a practicar particulares recetas a base de pescados, mariscos, o bocadillos confeccionados a base de legumbres o verduras entre las destacan las mil y un recetas para saborear los “romeritos” —planta del campo mexicano que enriquece nuestro recetario nacional— así como otros productos de temporada.

Mientras esto sucedía en barrios y colonias, de pueblos y ciudades, en los templos, toda imagen religiosa era cuidadosamente cubierta con telas de color morado —coloración que simboliza de preparación espiritual y penitencia, utilizada durante todo el periodo de cuaresma— y en los atrios de los templos se vendían galletitas de maza de maíz sin aderezo envueltas en papeles multicolores.

Para los niños o adolescentes de ayer, la llegada de la Semana Santa, era también el arribo a un pequeño pero muy especial periodo vacacional, pues lo mismo que los peques, la mayor parte de nuestro familiares —padres o hermanos— gozaba de asueto, al menos los cuatro últimos días de la Cuaresma —Jueves y Viernes Santos; Sábado de Gloria y Domingo de Resurrección— lo que permitía una mayor convivencia familiar, reflejada en la confección de los alimentos preparados con la colaboración de toda la familia.

El final de la cuaresma —las dos semanas anteriores— se anunciaba en aquellos, los años de mediados del siglo veinte, con la construcción de estructuras de madera que más tarde —ya en la semana mayor— serían revestidas con ramas de pino hasta cubrir totalmente toda la madera y presentar la imagen de un pequeño portal que ocupaba la banqueta frente a las fachadas de las muchas cantinas y pulquerías que proliferaban en el Pachuca de esos tiempos.

Era también frecuente que muchos de nuestros hogares recibieran la visita de parientes lejanos, o que nosotros vacacionáramos con familias cercanas, situación que animaba nuestras vidas y alentaba los cambios que se vivirían en aquellos días santos gracias al asueto generalizado de nuestros mayores.

Pero lo verdaderamente inolvidable de aquella celebración, era el muchas veces lastimero tañer de las campanas en los templos, escuchado prácticamente en todo el entorno urbano, cubierto por tres parroquias: La Asunción, San Francisco y la Villita —santuario de Santa María de Guadalupe— y un templo, el del Carmen. Durante toda la cuaresma por ahí de las cinco y media de la tarde, sonaba la primera llamada para “el rosario” este tañer era menos intenso que el de las llamadas a las misas de la mañana —siete y ocho— y de noche —a las siete— que era más prolongado.

Como olvidar aquellas tardes de sosiego —porque nuestros padres nos impedían durante la Cuaresma, jugar después de las seis de la tarde en señal de duelo religioso por la próxima muerte de Cristo— de modo que tras salir de la escuela y dejar la mochila en casa, permanecíamos sentados en el quicio de alguna puerta, para dialogar de nuestros sueños y ensueños, imaginando el futuro a bordo de un lujoso automóvil o saltando a alguna cancha para defender los colores del equipo de nuestra preferencia, aunque lo que más agradecíamos, era que no nos enviaran a rezar el rosario, rito que nos parecía monótono y de aburrimiento supremo —con el perdón de quienes lo consideran un acto indispensable en el culto— pero lo que sí no perdonábamos era, asistir al atrio de alguno de los cuatro templos, a comprar la galletas masa, manjar distintivo de la Cuaresma.

El tercer toque para la misa de siete de la noche, era también la llamada para retirarnos a hacer la tarea escolar, misma que invariablemente concluíamos en cosa de 30 minutos y de ahí a la ducha nocturna —para evitar la tempranera, del día siguiente— luego la merienda salpicada con diversas piezas de pan de dulce que acompañábamos con un vaso de leche fría y de ahí a la cama.

Sin embargo, la próxima llegada de la semana mayor, que implicaba una semana entera de vacaciones, era el mejor aliciente de los días previos, ya que, no obstante ser “días de guardar” como decían nuestros mayores, implicaban el añorado descanso escolar, gozado en compañía del descanso de toda la familia, con lo que se cumpliría nuestro principal anhelo en aquellos días, reunir a la familia completa.

La fotografía que ilustra esta columna, corresponde al templo de Nuestra Señora de la Asunción, urna de estos recuerdos, cuya deteriorada fachada, culminaba con la torre trunca de su campanario —que así permaneció hasta 1966— nidal de tantos recuerdos para mi generación.

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