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Hace (1) meses
La Semana Santa de mi niñez en Pachuca

Días de límpidos y azules cielos por las mañanas y entornados y encapotados horizontes por la tarde; muchas veces salpicados con las primeras lluvias del año, que así refrescaban los calores iniciales de la primavera. Días de guardar en la ingesta de alimentos o al menos impulsores de frugales comidas, envueltas entre acordes de música sacra y notas de vivas orquestas clásicas, trasmitidas por la radio en señal de duelo que embargaba a la

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Cómo olvidar al Pachuca de la niñez, cómo no recordar la imagen de aquella ciudad que, al llegar la llamada Semana Santa, o Mayor, se envolvía entre sonidos de campanadas de tono lastimero y olores a incienso, mezclados con el de despedido por los anafres donde se cocían las galletas de maíz; ambiente enmarcado con el morado de los lienzos que cubría a las imágenes religiosas de los templos, contrastado con los vivos matices de juguetes de madera y cartón, expendidos en los atrios de cada templo.
Días de límpidos y azules cielos por las mañanas y entornados y encapotados horizontes por la tarde; muchas veces salpicados con las primeras lluvias del año, que así refrescaban los calores iniciales de la primavera. Días de guardar en la ingesta de alimentos o al menos impulsores de frugales comidas, envueltas entre acordes de música sacra y notas de vivas orquestas clásicas, trasmitidas por la radio en señal de duelo que embargaba a la
grey religiosa.
Pero también eran los días de las primeras vacaciones escolares del año cuyo calendario principia entonces en febrero para terminar en noviembre; aquel asueto era dignamente celebrado por la prole de infantes en medio del luto religioso y el jolgorio de los días libres de escuela, de modo que por las mañanas las ensortijadas calles de barrios y colonias se veían invadidas de pilluelos, que a la par de las celebraciones se lanzaban a divertirse en medio de rondas infantiles, donde se entreveraban imperceptiblemente niñas y niños buscando siempre una adecuada paridad para equilibrar la composición de cada equipo, que lo mismo contendía en el callejero futbol o las “quemaditas”, especie de beisbol simplificado, que en distintos juegos de tradición infantil.
Muy distinto era lo que acontecía por las tardes, destinadas a la recordación religiosa, en las calle de Cuauhtémoc, al menos en la primera donde yo radiqué entonces, se mantenía una vieja costumbre heredada probablemente del siglo XIX, que consistía en recorridos realizados por unos jóvenes vestidos de centuriones romanos que tocaban en cada casa preguntando por el rabino Jesucristo, porque venían a prenderle en nombre del sanedrín —tribunal judío—, después de lo cual alguna gente mayor de la casa daba lectura a alguno de los muchos pasajes ocurridos al mesías, desde su llegada a Jerusalén, tras lo que se organizaba la visita a algún templo de la ciudad : la Asunción, San Francisco, la Villita o el Carmen, entonces todos cercanos de nuestra casa. Aquella visita era toda una aventura llena de incidentes y descubrimientos en virtud de que eran las primeras ocasiones en que incursionábamos solos por aquellos parajes de la ciudad que para entonces contaba con apenas sesenta mil habitantes. El jueves, tras el jolgorio matutino, asistíamos a los servicios religiosos de la tarde, animados por adquirir las sabrosas galletitas de masa de maíz que se expendían en el atrio o en las cercanías de los templos, envueltas en papel de china de lucidos colores, que saboreábamos mientras las campanas de los templos sonaban tristes y monótonas al paso de los feligreses que regularmente llevaban vestimentas de riguroso luto; eran aquellas campanadas las ultimas que escucharíamos en esa semana, pues en lo sucesivo el llamado a los servicios se haría con unas enormes matracas, lo que sucedería hasta la misa del Sábado de Gloria, que ponía fin a las ceremonias de Semana Santa.
El luto de las celebraciones religiosas llegaba a todos los rincones de los pueblos y ciudades; la radio dejaba de difundir música popular y solo se escuchaba música religiosa o clásica. Muchos aprendimos a degustar de las misas de réquiem de Verdi, Mozart, Beethoven y otros clásicos en aquellas audiciones. Las cantinas y pulquerías dejaban de recibir parroquianos y aprovechaban ese espacio para emprender un profundo aseo. En los mercados las carnicerías dejaban de vender carne de res, mientras pescaderías y expendios de pollo no daban tregua a sus ventas, situación que aprovechaban para elevar los precios de sus productos.
El viernes los servicios religiosos juntaban a verdaderas multitudes en la ceremonia que rememoraba el camino de la pasión, conocida como las tres caídas, seguida de extensos rituales por la tarde. El sábado las cosas eran distintas por doquiera había actos pagano-religiosos, como el estallido de los judas: muñecos de cartón de los que colgaban diversos regalos que caían al suelo al estallar los monigotes. Famosos eran los de la panadería El Camillo, La Pulquería La Estudiantina y también los de los barrios de El Arbolito y El Mosco, entre otros, tras lo cual se iniciaba el baño generalizado en muchas de las calles y callejones de la ciudad,
Todo terminaba el sábado por la noche en la llamada misa de resurrección, que misas dejaban de celebrarse desde la evocación de la Última Cena el, jueves por la tarde; la misa del sábado llamada De Gloria, era una ceremonia muy especial en la que con un pedernal se prendía el cirio pascual, cuya llama serviría para encender a todas las ceras del templo el resto del año litúrgico que iniciaba en ese día. Al llegar a la consagración: transformación del pan y el vino en cuerpo y sangre de Jesucristo, se abría la gloria y las campanas de los templos volvía tañer en medio del estallido de cohetes y la algarabía popular. Allí terminaba la Semana Santa y todo volvía a la normalidad. ¡Qué recuerdos aquellos!

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