Los desfiles del 20 de noviembre en los 50
 
Hace (42) meses
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Imagen: Los desfiles del 20 de noviembre en los 50
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La celebración, cada año, del 20 de noviembre como aniversario del inicio de la Revolución de 1910 fue para mi generación –nacida en la segunda mitad del siglo pasado– una conmemoración muy especial, en la que se despertaba el gran espíritu de pertenencia hacia los planteles en los que estudiábamos. En efecto, desde los primeros días de octubre, los patios de los diversos planteles pachuqueños eran escenario de las prácticas gimnásticas que se aplicarían en el tradicional desfile que recorría las principales arterias citadinas, a lo que se sumaba, la renovación del tradicional uniforme escolar.

Cómo no recordar en estas añoranzas, al profesor Alfonso García marcando el paso de la marcha de los alumnos, con su impostada voz, repitiendo “uno, dos; uno, dos” mientras observaba la alternancia de los pasos. Menos aún podrán olvidarse las tablas gimnásticas que se ensayaban en el patio de la Escuela, día tras día, hora tras hora en las tres primeras semanas de noviembre y evoco el gran estrés que provocaba entre quienes frisando la adolescencia, buscábamos dejar muy en alto el nombre de nuestro plantel.

Para quienes egresamos de antiguos planteles particulares –en mi caso la escuela Hijas de Allende– finalizar la educación primaria no nos liberó del yugo del profesor Alfonso García, pues al ingresar al antiguo Instituto Científico Literario Autónomo –convertido desde el 3 de marzo de 1961 en Universidad Autónoma– continuó la vieja tradición de hacernos participar en la parada deportiva del 20 de noviembre.

Un aliciente para muchos, en aquellos días del pasado pachuqueño, era estrenar uniforme, ya el sencillo pantalón y blusa blanca con chaleco azul del Colegio Hijas de Allende, ya la aristocrática combinación del pantalón gris perla, con el blazer azul marino y corbata roja del Instituto –prolongado en al menos los dos primeros años de la Universidad Hidalguense– que nos hacía sentir importantes.

Habrá desde luego amargos recuerdos, de aquel desfile, cuando a alguien de la familia –papá, mamá o hermanos mayores– se le ocurría comprarnos zapatos como complemento del uniforme, terrible decisión que hizo terminar a muchos, con sanguinolentas llagas causadas por el duro calzado adquirido, a lo anterior se aunó en diversas ocasiones que, tras la larga exposición a los otoñales rayos solares, se sufrían quemaduras de piel y en algunos casos la postración en cama durante algunos días, como victimas resfriados y gripes virales.

El día 20 de aquel mes, las actividades daban inicio desde antes las 8 de la mañana en el patio cada escuela, donde las parvadas de estudiantes, llegaban poco a poco, luciendo el uniforme que regularmente se estrenaba en esa fecha, antes de la formación se integraban grupos por aquí y por allá, hasta que el profesor de gimnasia, megáfono en mano ordenaba nos alineáramos en distintas filas. Hacia las 10 de la mañana partía el contingente rumbo al sur de la ciudad, que en ese entonces terminaba en la Glorieta de los Insurgentes, donde doblaba hacia la Avenida Revolución, para aquellos años, apenas trazada y en gran parte deshabitada, al llegar a la casa de la Legación Inglesa en el cruce con la calle 16 de Enero, se ordenaba alto total a casi todos los contingentes procedentes de las escuelas de Pachuca.

En ese sitio hacían su agosto, los vendedores de paletas, nieves, chicharrones, tacos de canasta, refrescos y no sé cuántas cosas más. Nuevamente se formaban corrillos, en los que se rencontraban los amigos del mismo grado –ya que por la formación de acuerdo a la altura de cada estudiante, se desperdigaba de manera abigarrada el contingente– hacia las 11 de la mañana que daba inicio la parada deportiva, se empezaba avanzar y una especial emoción nos invadía a todos.

El punto culminante del desfile ocurría cuando el contingente escolar desfilaba frente a las autoridades en la plaza Independencia y se escuchaba en los altavoces el anuncio de nuestro plantel, allí se acababan los sentimientos de tedio y desesperación provocada por la espera, y como si se tratase, de soldados profesionales, se ponía especial atención en no perder el paso ni mirar hacia donde algún familiar nos observaba, el saludo a la bandera se hacía con toda marcialidad de la que éramos capaces y el corazón se henchía de orgullo al escuchar el aplauso de la concurrencia en la plancha de la plaza engalanada con el majestuoso Reloj, levantado en honor del inicio de la Independencia Nacional.

Tras dar vuelta por la calle de Doria, los contingentes seguían por la de Guerrero, atestada de personas en las banquetas, ya con menos presión pero sin olvidar la marcialidad de nuestro paso, escuchábamos con entusiasmo disimulado las porras y arengas que se hacían a cada colegio. Todo ello ante la celosa mirada del maestro de gimnasia, que con un silbato nos marcaba el paso y regañaba de vez en cuando a quien lo perdía.

De regreso a nuestro plantel, había ya cientos de padres esperando la llegada de sus hijos y allí como si todo se derrumbara en un segundo, unos sentían el dolor de las apreturas del calzado, otros con labios resecos reclamaba un poco de agua, otros se desplomaban en los recovecos del patio buscando un poco de sombra, otros más se despojaban de los estorbos del uniforme, pero había algo de lo que todos estaban conscientes, tras haber representado con orgullo a nuestra escuela, allí se iniciaban las vacaciones de fin de año y esta era la mejor medicina para que todos se restablecieran de la intensa jornada del desfile del 20 de noviembre.

La Placa a la calle de Guerrero durante el desfile del año de 1964.

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