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Hace (12) meses
Semana Santa en los 50 del siglo pasado
Trece años de labor periodística de Criterio
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Imposible sería imaginar la Semana Santa de nuestra infancia sin el olor del incienso en los templos, sin el sonido de las dolientes campanas de la parroquia, sin el morado de los lienzos que cubrían las imágenes en las iglesias, sin el sabor de las gorditas de masa de maíz expendidas en los atrios. Eran días especiales que los adultos de aquellos años consideraban como de guardar y se sometían a la llamada vigilia —durante la que se consumían alimentos sin contenido de carne roja y evitaban las bebidas alcohólicas—, días dedicados a la asistencia de las diversas ceremonias religiosas.

Pero eran también, para quienes entonces éramos niños, un periodo vacacional enmarcado por las tertulias en el barrio o colonia, por los juegos tradicionales —torneos de canicas, de trompos, yoyos o baleros; bote pateado, etcétera— días de deporte callejero —futbol (el que mete gol gana), quemaditas (béisbol sin bate) y otros— era época de pasarla bien.

No obstante, nuestros mayores procuraban encaminarnos a la asistencia de las celebraciones: el Domingo de Ramos a la ceremonia de bendición de las palmas, realizada al final de la misa dominical en la que éramos portadores de los arreglos vegetales que colocarían detrás de zaguanes y puertas de acceso al hogar; venían después tres días de asueto —lunes, martes y miércoles—, fechas en las que solo asistíamos a los templos a ver cómo se colocaban los paños color morado a las imágenes y, desde luego, para saborear las gorditas de masa de maíz, expendidas en los atrios, envueltas en papel de china de vivos colores.

El jueves las cosas cambiaban: por la tarde, tras el lavatorio —acto por el cual los sacerdotes lavaban los pies de 12 indigentes, en recuerdo de lo hecho por Jesús con sus apóstoles— venía la ceremonia del prendimiento y las llamadas Siete Visitas, en la que deberían visitarse siete recintos religiosos y orar ante Jesús encarcelado. Pachuca no tenía siete templos entonces, por lo que se visitaban, además de las parroquias de La Asunción, San Francisco,

La Villita y el Carmen, las capillas de la Beneficencia Española y las de los colegios Anglo Español, Lestonnac y alguna otra. Para su celebración, la parvada del barrio o colonia se organizaba a fin de realizarla “en bola” y de paso ir todos a comer tamales o quesadillas en las afueras del mercado Barreteros o Primero de Mayo y una vez cumplidas las visitas, regresar a casa para esperar el viernes, en el que se celebraría el Viacrucis.

Recuerdo aún las tristes campanas de los templos sonar por la tarde del jueves, llamando a los fieles a conmemorar la Última Cena, que para nosotros era oportunidad para convivir con la parvada de pilluelos.

El viernes era el auténtico día de guardar. Algunos acompañaban a sus padres y hermanos mayores a la ceremonia de las Tres Caídas y poco después a la de las Siete Palabras tras lo cual la familia se reunía para saborear los romeritos en mole, las tortitas de charales y mil y un formas de aderezar pescados y verduras —que no siempre eran de nuestro agrado—, pero lo mejor era la convivencia de toda la familia, a la que se unían parientes de lugares lejanos.

El sábado de Gloria nos despertábamos muy temprano para ir a la quema de los judas —muñecos de cartón cargados de regalos que en ese entonces se hacía en sábado—. Los más famosos, que congregaban a un buen número de chiquillos, eran los del Camello —reconocida panadería y bizcochería— que colgaba en cada muñeco docenas de cocoles y otros panes, así como juguetes de plástico, agrado de todos los asistentes, aunque en cada barrio o colonia las más afamadas pulquerías o cantinas tronaban su judas para júbilo para los hijos de sus parroquianos, con lo que cada sección urbana se vestía de gala aquella mañana.

A mediodía, tras juguetear y bañarnos a cubetadas en la calle —bárbara costumbre que mucho nos enseñó a desperdiciar el preciado líquido— volvían nuestros juegos callejeros, en los que participaban niñas y niños sin distingo, debido a lo cual se acudía a las más rancias costumbres infantiles de cantar y bailar viejas rondas, como la de Doña Blanca, la Víbora de la mar, La virgen de la cueva y otras que ya no recuerdo.

Ese día se prolongaba hasta tarde tanto la vida hogareña como la de la barriada, pues había que acudir a la Misa de Resurrección, con la que se abría la gloria y todo volvía a la normalidad. Con curiosidad observábamos la ceremonia del fuego nuevo, un cirio pascual que se prendía en el templo con pedernal y luego, el gran jolgorio, las campanas volvían a sonar a rebato —pues desde el jueves por las noches dejaban de tocar en señal de duelo— mientras un ejército de monaguillos desvelaba —quitaba el velo o tela morada de los santos— a efecto de dejar el templo como hasta antes del inicio de la Semana Mayor, mientras la cohetería atronaba en los cielos de mi Pachuca. Para nosotros el periodo vacacional se prolongaba unos ocho días más, de acuerdo con el calendario escolar y nos aprestábamos a buscar otras formas de entretenimiento, pero en todos quedaban latentes aquellos días especiales de culto, emblemáticos de esa etapa de nuestra vida, recordada hoy con el olor del incienso en los templos, con el sonido de las dolientes campanas de cada parroquia, con el sabor de las gorditas de masa de maíz expendidas en los atrios.

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