Mi primer viaje al centro de Pachuca
 
Hace (45) meses
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Toribio fue mi compañero de escuela y murió casi niño cuando estábamos en la secundaria. Él, a pesar de no haber sido originario de Pachuca, fue mi primer guía por esta ciudad, con él inauguré mi conocimiento del centro, de esta entonces pequeña urbe, –yo vivía en la alejada calle Cuauhtémoc– tendría unos 8 o 9 años cuando, con él, realicé mi primera y furtiva excursión hasta plaza Independencia, donde quedé perplejo ante la majestuosidad de la torre del Reloj y la gran cantidad de calles repletas de comercios de muy distintos giros.

La Familia de Toribio tenía un establo en Santa Julia y vendía con éxito su producción lechera en distintos rumbos de aquella aún pequeña ciudad, que abarcaría la décima parte de la actual. Como Toribio era uno de los principales vendedores del establo, durante aquellos rápidos periplos con él, me enteré que se levantaba todos los días a las 5 de la mañana para realizar el reparto que le correspondía entre las 5:30 y las 7: 30 de la mañana, de modo que cuando llegaba a la escuela, poco antes de las 8: 30, había concluido su labor como repartidor de la leche, que transportaba en un viejo carromato jalado por Aristóteles, un burrito que Toribio despachaba cuando llegaba a la esquina de las calles de Manuel Fernando Soto y la avenida Juárez, muy cerca de la escuela donde estudiábamos –Las Hijas de Allende– y aquel animal solito continuaba el regreso al establo hasta la altura del rancho de Las Hortalizas –extendido en los terrenos que actualmente ocupa el fraccionamiento Constitución– donde lo recogía su hermano mayor y lo llevaba hasta el establo. ¡Qué Pachuca aquel, no cree usted amable lector!

El día de mi primera incursión con Toribio al centro de Pachuca fue el 30 de abril, tal vez del año de 1956 o quizá el de 57, no recuerdo bien, pero como era Día del Niño mi guía me llevó a una gran tienda de juguetes en la calle Hidalgo, muy cerca del Portal Constitución; dos pequeños aparadores atestados de juguetes eran la delicia de la chiquillería; soldados, automóviles de cuerda, pistolas y otros juguetes varoniles llenaban uno de los aparadores, ya que el otro estaba dedicado a las niñas y en él se exhibían muñecas, muñecos, curiosas casitas, muebles de cocina, carriolas y otras cosas por el estilo.

Había en medio de aquellos aparadores una maqueta por la que circulaba un trenecito, que cruzaba diminutos poblados, ríos y minúsculas estaciones; allí, niñas y niños se mostraban extasiados y se arremolinaban para ver aquel juguete, siempre vigilados por sus padres y hermanos mayores. Con verdadera envidia Toribio y quien esto escribe mirábamos a los niños que salían de la tienda tras haber adquirido algún juguete, pues las posibilidades económicas de nuestras familias no permitían tales lujos.

Pero el mayor recuerdo de aquella incursión se suscitó en la explanada del jardín de la Constitución, frente a la entrada del mercado Primero de Mayo, allí se encontraba estacionado un autoparlante –vehículo dotado con grandes bocinas– propiedad de una conocida empresa refresquera, a través del cual se invitaba a todos los niños a festejar su día adquiriendo con cinco corcholatas de tal refresco y 3 pesos un artefacto que denominaban “diábolo”, que era una especie doble copa unida con un diminuto cilindro, en el que se desplazaba una jareta asida en cada extremo a sendos mangos de plástico.

Con habilidad extraordinaria, un jovencito de 14 o 15 años manipulaba el diábolo y al estirar la jareta el artefacto salía disparado y se elevaba un buen número de metros y atrapar en la jareta, que lo consentía unos momentos y luego era nuevamente lanzado por los aires. No sé cuánto tiempo permanecimos viendo aquel juego, pero debe haber sido un buen rato, hasta que aburridos, decidimos continuar nuestro camino. Toribio me condujo al templo de la Asunción, que entonces yo no conocía, luego deambulamos por la solitaria calle Zaragoza hasta llegar de nuevo al Jardín de la Torre; pasamos por el cine Reforma, que anunciaba, si no mal me acuerdo, El Pequeño Ruiseñor, con Joselito (Jiménez Fernández), el Niño Ruiseñor como se conocía a aquel pequeño artista español.

Al llegar al cruce de la calle Matamoros con la prolongación de Victoria –que debió llamarse Teodomiro Manzano por aprobación de la Asamblea Municipal en 1953– nos percatamos de la demolición de un antiguo edificio. En efecto, en ese sitio se ubicó hasta ese año una construcción, levantada, supe muchos años después, hacia 1804, destinada a recibir los diezmos que los feligreses católicos pagaban a la parroquia, de allí que aquel edificio se denominara Colecturía de Diezmos de la Parroquia de la Asunción. Ciertamente, para ese entonces aquella enorme casona expropiada en 1861 se había ocupado primero por una de las escuelas amigas, fundadas por la Compañía Lancasteriana en Pachuca, y a partir de 1913 fungió como escuela anexa de la Normal de Pachuca, lugar donde los futuros profesores hacían sus ejercicios educativos frente a grupo.

El caso es que Toribio y yo fuimos aquella tarde testigos de un momento verdaderamente histórico para Pachuca, el inicio de la demolición de la antigua Colecturía de Diezmos, donde meses después se construyó el jardín en el que el 13 de septiembre de 1957 fue inaugurado el monumento a los Niños Héroes de Chapultepec. Tarde redonda aquella, la de mi primer viaje al centro de la ciudad, de ese Pachuca que en la década de los 50 se transformó notablemente.
La Placa corresponde al edificio de la Colecturía de Diezmos, captado en 1918, lo único que persiste actualmente es el monumento al profesor Amado Peredo.

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