Las historietas de la mitad del siglo veinte
 
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Los integrantes de mi generación movimos nuestras lecturas de historietas semanales, entre Pepín, que apareció entre 1936 y 1954, y Chamaco, vendido en los puestos de periódicos de 1936 a 1956, y las empezamos a abandonar cuando llegó el Memín Piguín en 1962, editado por cierto hasta el 1988 y los famosísimos fascículos de Lágrimas, Risas y Amor de doña Yolanda Vargas Dulché, por cierto, autora también del Memín, quien la hizo famosa en al menos 15 países.

La lucha de estas publicaciones nacionales se enfrascó en los quioscos de periódicos contra los llamados comics llegados, principalmente, de Estados Unidos, y avalados por fuertes capitales como Walt Disney, que introdujo de lleno las figuras de Mickey Mouse, Tribilín —Goofy, el Pato Donald y otros personajes fantásticos. Pero las que más conquistaron a los integrantes de mi generación, fueron las historietas de Superman y Batman, héroes impecables y hacedores de las más increíbles hazañas para luchar por valores como la libertad, paz, justicia, honradez y perseverancia entre otros.

Junto a ellos llegaron los increíbles Titanes Planetarios, la Mujer Maravilla, Aquaman, el Hombre Araña y otros por el estilo, traídos del vecino país del norte, que debieron competir con fascículos hechos como los muy leidas Vidas Ejemplares, otra sobre Personajes Ilustres, o Aventuras de la Vida Real, así como una parafernalia de historietas, editadas para todos los gustos e inclinaciones, aunque una en especial, se ganó la voluntad juvenil de aquellos entonces, me refiero a Fantomas —la Amenaza Elegante— coleccionista de arte, sibarita en el anonimato de su escondite subterráneo, poseedor de los brazos que le faltan a la Venus de Milo, de la cara del Ángel de Samotracia y no sé cuántas otras cosas más, adquiridas después de proezas increíbles.

Contados eran los expendios de estas publicaciones —a lo sumo diez en toda la ciudad— de entre los que recuerdo el ubicado entonces reducido portal de la naciente plaza Juárez, esquina con Guerrero; otro más adelante, en la esquina de esta última arteria y Nicolás Flores —en las afueras del mercado Barretros—; el situado en la esquina de Guerrero y Doria; había otro frente al Hotel Grenfell, uno más en la puerta del edificio Reforma, el de la esquina de Hidalgo y Ocampo, y, finalmente, el ubicado frente a la parroquia de la Asunción, aunque había una verdadera nube de voceadores, que junto a los periódicos de día, cargaban las más recientes historietas.

Cuando alcancé la noción de los precios y en general del valor del dinero, las historietas tenían valor de un peso y en algunos casos de un peso 25 centavos, de modo que con la cuelga de los domingos alcanzábamos a comprar solo una, pero nos poníamos de acuerdo para que, entre la parvada de mozalbetes, adquiriéramos cuatro o cinco distintas, que luego intercambiábamos y finalmente revendíamos en un puesto instalado en la primera calle de Covarrubias, que un joven comerciante que conocíamos como don Ciro, nos compraba en 25 centavos, para que el pudiera a su vez ofrecerlas por un tostón.

Como buen coleccionista me aficioné a juntar dos series de historietas que aún conservo: Vidas Ilustres y Fantomas, las que de vez en cuando me doy el gusto de releer y admirar sus ilustraciones, gusto que en estos años tiene sabor de juventud y de gratos recuerdos familiares, pues al conjuro de su lectura me regreso a aquellos años felices.

Me parece que fue ayer cuando el Bily, el Memo, el Coco, el Temerario y otros chicos de la pandilla de Cuauhtémoc nos íbamos a parar el domingo por la mañana frente al puestecillo de periódicos instalado en la esquina de Guerrero y Juárez —todavía no era Plaza— frente a donde se encontraba la ya centenaria lonchería La Luz Roja, a fin de percatarnos de las ediciones de historietas recién llegadas, después el acuerdo sería quien compraría la correspondiente, que teníamos un día para leer, pues al siguiente debería intercambiarse con la de otro de los miembros de la pandilla.

Finalmente, por ahí del miércoles, las adquiridas el domingo serían enajenadas o permutadas por otras en el puesto de don Ciro, que con nosotros hacía su agosto. Aquella práctica terminó por extinguirse cuando entramos a la secundaria, pues nuestros gustos y aficiones cambiaron notablemente.

Cómo olvidar aquellas tardes dominicales en las que, después de la comida familiar, nos echábamos “panza abajo” en la cama para disfrutar de la historieta adquirida y dejar volar la imaginación, ya con los animalitos diseñados por Disney —ratones, gatos, perros, osos, etcétera—, o bien con aquellos superhéroes indestructibles y defensores de la justicia y otros valores. En lo particular, me gustaba devorar la de vidas ilustres en las que puede tener uno acceso a personajes universales como Beethoven, Napoleón, Newton, Lincoln o Juárez, que eran también, a mi entender, héroes dignos de imitar.

Con el tiempo, también, las historietas subieron su precio, hasta llegar a un peso cincuenta centavos y aumentó también el número de lugares donde comprarlas, cambios que coincidieron con la desaparición del gusto por adquirirlas.

Las historietas, sobre todo las educativas, se convirtieron en el más importante medio de comunicación en aquellos los años del medio siglo veinte, y cumplieron su objetivo, que fue de alguna manera el que definió a esa la generación de la

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