La Tiendita del Barrio
 
Hace (45) meses
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Un grupo de amables lectores seguramente pertenecientes a la generación, que vivió su niñez alrededor de la primera mitad del siglo pasado, me ha pedido recordar en estas entregas en Criterio a las “tienditas” del barrio o colonia, que eran además, de centros importantes del microcomercio citadino, lugares de reunión para los grupos de pilluelos que a partir de esos sitios organizaban la agenda de juegos o, bien, armaban el flirteo con las bellas integrantes de sexo opuesto, entonces ataviadas con tobilleras blancas y falda tableada.

Vendían, aquellos microcomercios, lo mismo refrescos embotellados de distintas marcas que velas y veladoras, latería nacional o extranjera, leche, pan blanco y bizcocho; dulces, chocolates, paletas, cacahuates, almendras y nueces peladas; expendían, además, libretas, hojas blancas, lápices, pinturas crayolas, lapiceros, juegos geométricos y no sé cuántas cosas más, que cabían en los aparadores, armatrostes y refrigeradores, que existían en su interior.

En otras se vendían también tortas, tacos y otros antojitos, con los que cobraron fama como en mi colonia, donde La Olimpia de don Manuelito –Manuel Funes– o simplemente como le llamábamos nosotros Don Man, ubicada en el cruce de las calles Cuauhtémoc y Manuel F. Soto, fue reconocida por sus tortas, sobre todo, después de 1970, con la inauguración de la actual sede del Poder Ejecutivo en plaza Juárez. En otros casos, convivían tienda y cantina, como en La Marítima, de las calles de Guerrero; El Surtidor, en las de Romero; La Mascota, al oriente de la Plaza Juárez, y otras en diversos lugares de la ciudad.

Pero los mejores recuerdos de aquellos estanquillos de barriada o colonia fueron sin duda los derivados de la venta de estampas coleccionables, que se pegaban con engrudo a álbumes temáticos, que de paso, eran también didácticos, pues el coleccionista tenía que identificar tanto la imagen, como el contenido y significado de cada estampa.

Hubo álbumes sobre los más disímbolos temas, como aquel Caminos del Mundo, que presentaba una visión gráfica de la historia de todo medio de transporte. Recuerdo otro sobre la Biblia, que contenía un breve repaso del antiguo y nuevo testamento. No menos importante fue el de México: Siglos de su historia o algo por estilo, que reunía en poco más de 300 estampas los episodios más importantes del pasado nacional, y la imagen de los más destacados héroes del país.

Uno que sin duda capturó la atención no solo de la chiquillería sino también de los adultos, fue el de Estrellas de Cine, que reunía poco más de 200 imágenes de actrices y actores, tanto del legendario Hollywood como del cine nacional. También los hubo acompañados de productos comerciales, como aquel que sobre personajes de Disney, que lanzó la empresa dulcera Larín; en este caso las estampas eran las envolturas de los caramelos de aquella marca, que obligaban de esta manera a adquirir el producto para lograr la estampa.

En rededor de cada álbum lanzado al mercado se generaba una verdadera especulación, pues si bien en principio la mayoría de las estampas contenidas en los sobres en los que se vendían eran útiles para el llenado del cuadernillo, pronto se iba haciendo más difícil obtener estampas nuevas. Es aquí donde la tiendita del barrio o colonia cobraba capital importancia para el llenado de los álbumes.

En efecto, dado que la miscelánea regularmente formaba parte de la cadena de distribuidores de las estampas, se constituía en centro de reunión de la palomilla de coleccionistas, que destapaba allí mismo cada sobrecito e iba descartando las estampas repetidas; luego venia la operación de intercambio, es decir, canjear las repetidas por las que le faltaban al otro o bien negociar las más escasas –que siempre las hubo– para hacerse de la faltante mediante un número determinado de las repetidas. “Te doy 20 estampas por la marcada con el 42”, o bien, “hay te va la serie de 1 al 20 por la 42”, todo ello, a efecto de obtener la faltante o bien hacerse de un buen número de estampas, aunque fueran repetidas, para cambiarlas por la que verdaderamente nos faltaban.

Allí en las afueras de la tiendita se organizaban tanto intercambios de estampas como los famosos volados en los que se apostaban cantidades o fajos de aquellas imágenes; pero ante todo, las tienditas eran el sitio de reunión, de la parvada de mozalbetes habitantes del rumbo y se constituyeron en el lugar donde se planeaban los juegos vacacionales del día siguiente y el espacio donde mediante una pelea a mano limpia, acababa con triviales rencillas y el rinconcito donde surgieron amistades trascendentales, sin descontar las adolescentes relaciones amorosas, primera experiencia romántica de muchos integrantes de la barriada.

Finalmente, cómo no recordar que, en la tiendita del barrio, iniciamos nuestras primeras incursiones empresariales, con la confección y venta de los llamados “combustibles para baño” –envoltorios con papel de periódico rellenos de serrín y bañados con petróleo, que se introducían en el boiler de leña– los que vendíamos en 15 centavos mientras que la miscelánea lo hacía en lo que llamábamos una peseta, es decir, 25 centavos.

Así transcurrían los días en aquellos, los años de nuestra infancia y adolescencia, los años de un Pachuca que ya se fue, ese que quedó grabado en la mente de muchos de nosotros y que los lectores evocarán a través de estas líneas.

La fotografía corresponde al interior de la tienda El Bazar de la esquina de Allende y Belisario Domínguez, por ahí de finales de los 50.

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