La expedición interminable
 
Hace (46) meses
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Las primeras obras de Manuel Felguérez que recuerdo estaban en mi casa y pertenecían a su faceta de artesano. Eran dos animales de hojalata: un león con afilada melena de tiras de latón y un búho de insomnes ojos de tuercas.

Cuando la luz de la luna entraba a mi cuarto, la melena del león brillaba. Era incómodo que participara en refriegas con los demás juguetes (pesaba demasiado, raspaba un poco), de modo que comencé a inventarle historias. No estaba ahí para morder o rugir, sino para ser imaginado.

En los mapas antiguos, el límite del mundo conocido se demarcaba con la leyenda “Hic sunt leones” (aquí hay leones). Felguérez se ocupó de las regiones sin cartografía a las que solo se accede a través de la abstracción. No es casual que mi viaje a ese territorio empezara con un león.

Felguérez fue un insólito explorador de la naturaleza. Su amigo Jorge Ibargüengoitia dejó constancia de sus pasiones de boy scout. Viajaron juntos a Francia en 1947 para participar en un encuentro internacional de scouts. Ahí supieron que los mexicanos debían llevar disfraces para hacer una danza típica. Fueron hechos a un lado por no estar preparados y así se salvaron del ridículo que hicieron sus paisanos, levantando polvo a zapatazos (por “puro amor patrio”, Ibargüengoitia les dijo a otros scouts que los mexicanos en realidad eran los neozelandeses que hacían una espectacular danza maorí).

Dos años después, Felguérez regresó a Francia como discípulo del escultor Ossip Zadkine, que no buscaba alumnos sino imitadores. El artista, nacido en Zacatecas en 1928, había pasado del “cielo cruel” y la “tierra colorada” descritos por López Velarde al arte moderno europeo y buscaba un camino propio. Al regresar a México se instaló en Puerto Escondido, donde hizo esculturas que fueron llevadas a Acapulco en un barco cargado de ajonjolí y a la Ciudad de México en un camión de frutas. Esa peculiar ruta era una metáfora de un artista que buscaría lo nuevo arraigado en la naturaleza.

La ciencia lo interesó al grado de crear modelos combinatorios en la UNAM y en Harvard. Cuando dominó un programa que le permitía diseñar en serie con un estilo propio, abandonó esa búsqueda en pos de lo desconocido. Hizo escenografías para Alejandro Jodorowsky; dio clases en San Carlos y en la UNAM; colaboró en el Espacio Escultórico que convirtió la lava del Ajusco en un hecho estético, versión quieta del fuego. Después de la matanza de Tlatelolco, se negó a que la pieza que había creado para la Ruta de la Amistad formara parte de la Olimpiada Cultural y la donó al Museo de Arte Moderno. Ganó la Bienal de Sao Paulo con El espacio múltiple; creó el Museo de Arte Abstracto en una antigua penitenciaría de Zacatecas, transformando la memoria de la reclusión en un acto de libertad; mejoró la Ciudad de México con esculturas públicas; logró que los artesanos en barro y latón le rindieran el popular homenaje de la imitación, creando “Felguérez” apócrifos, y dejó miles de lienzos donde la geometría revela un insólito temperamento.

Generoso, sencillo, bromista, Felguérez picaba tabaco para ponerlo en su pipa y decir como Magritte: “Esto no es una pipa”. Siempre cerca de los escritores, fomentó diálogos entre la imagen y la palabra. Octavio Paz, Juan García Ponce, Jaime Moreno Villarreal y muchos otros nos beneficiamos de ese intercambio. Sus cuadros eran terminados por su insustituible compañera, Mercedes Oteyza, que les ponía el título.

Una foto de 1948 lo registra en Bonampak entre los lacandones. El pelo le cae en un largo mechón; parece un misionero que lleva demasiado tiempo lejos de su grey. Llegó ahí invitado por el explorador de la zona, el arqueólogo Carlos Frey, y contribuyó a limpiar los frescos mayas. También se hizo cargo de una tarea pesada que resume su trayectoria. Bajo el sol de los jaguares, desbrozó el terreno para crear una pista de aterrizaje. Rodeado de la selva y la escritura en piedra de las pirámides, abrió un sitio para la llegada de lo nuevo.

En esa foto de Bonampak Felguérez se ve a sus anchas. Un joven artista rodeado de otredad. Un ilustrado ante la feliz expectativa de perderse en la selva. Un intermediario entre el pasado ancestral y la vanguardia. Un voluntario que abre espacio para que lleguen los aviones. Un hombre aparte.

Manuel Felguérez murió a los 91 años, mientras ampliaba su estudio.

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