El universo de los abogados
 
Hace (46) meses
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El pasado 12 de julio –ayer domingo– se celebró en todo México el Día del Abogado, fecha en que se recuerda la impartición de la primera cátedra de Derecho en la Real y Pontificia Universidad de México, en el año de 1553, a cargo del doctor Bartolomé Frías y Albornoz. Tal conmemoración me permite hacer algunas remembranzas de la historia reciente, relacionadas con el ejercicio de esta noble profesión –que algunos denigran– ungida con la preclara aspiración humana de Justicia.

Allá en los años sesenta del siglo que pasó se había construido, en Pachuca, un especial universo en torno al trabajo desarrollado por quienes ejercían la abogacía, era un reducido espacio en la pequeña mancha urbana de la ciudad, sitio donde se ubicaban las oficinas judiciales, todas cercanas, y un importante número de despachos, establecidos alrededor de ellas, en el entorno de un par de calles hacia cada uno de los puntos cardinales.

En la sexta de Hidalgo, muy cerca del Jardín Colón, se encontraba el Tribunal Superior de Justicia, domiciliado en la llamada Casa Colorada, sitio que hoy alberga a la Escuela Vicente Guerrero; la mansión, construida entre finales del siglo 18 y principios del 19 por el segundo conde de Regla, fue finalmente heredada a Doña Matilde Romero de Terreros –hija del tercer conde de Regla–, quien la abandonó, inclusive dejó de pagar contribuciones, motivo por el que el gobierno local la incautó y tras algunas adaptaciones, estableció en ella la sede del Poder Judicial del Estado a partir de 1886.

Pocas fueron las reformas al edificio, en el patio mayor de aquel palacete, se instalaron en las alas norte y poniente, las oficinas de los magistrados, la presidencia del propio tribunal, la sala de Plenos y la Oficialía Mayor. En ese mismo patio, pero en el ala sur tuvieron asiento el Juzgado Conciliador de Pachuca y el Juzgado Segundo Civil de este Distrito y, allí mismo, en la esquina con el ala poniente se estableció el Juzgado Primero Civil, el resto de las habitaciones sería ocupado a partir de los años 20, por las oficinas de la Procuraduría General de Justicia del Estado, donde tuvo asiento la oficina del titular y la dirección de averiguaciones previas.

En el patio del fondo, se encontraba el Archivo del Poder Judicial, las oficinas de la Policía Judicial y las de la entonces Junta Central de Conciliación y Arbitraje, así como las de la Procuraduría de la Defensa del Trabajo. Muy cerca de allí, detrás del templo de San Francisco, se encontraba desde el 1880, la Cárcel del Estado, en uno de cuyos anexos se establecieron los Juzgados Primero y Segundo Penales.

Todas las calles ubicadas alrededor de las oficinas judiciales, es decir las de Hidalgo, Arista, Chapultepec y Morelos, eran como se ha dicho, sede de bufetes de afamados abogados, entre quienes se encontraban: los Arias Soria, Samuel, Raúl y Roberto; Jesús Ángeles Contreras, Antonio Montes Juárez, Carlos Zamora, Francisco Escamilla, Antonio Montes Juárez, Carlos Rojas Vigueras, Francisco Figueroa y una media docena más. En particular, como no recordar al Lic. Alfonso Arriola –Arriolita– un risueño viejecito que siempre vestía corbata de moño quien vivía en una vecindad establecida en la casona de cantera construida al sur de la Casa Colorada.

Para quienes nos iniciamos en la carrera de la abogacía como postulantes, aquellos terrenos eran verdaderamente sagrados, ambientados por el ruido desacompasado de las máquinas mecánicas de escribir en las que se tecleaban diligencias y comparecencias; los elocuentes saludos de conspicuos personajes y el típico olor de aquellos vetustos muros, que parecían abrazar nuestros anhelos de justicia.

Como no recordar aquellos días en que era cotidiano ver entrar o salir de la casona de las calles de Hidalgo a litigantes, seguidos de sus clientes; observar el ajetreo de las oficinas judiciales; escuchar pláticas, diálogos y hasta discusiones entre dos o más abogados, mientras consultaban aquellos pequeños libros de color azul, publicados por la “Editorial Cajica”, de Puebla, que contenían las disposiciones de los códigos civil, penal y los de procedimiento para ambas ramas del derecho, vigentes desde los años 40s. en el Estado.

Los bien cortados trajes, las flamantes corbatas, los relucientes zapatos bostonianos, los vistosos portafolios y el acompasado caminar de aquellos hombres, bien podría dar tema para escribir historias y hasta pasajes de leyenda en torno a lo sucedido en rededor de aquellos, pero sobre todo, de los asuntos y personas que representaban ante las autoridades judiciales.

El barrio de los tribunales como se le llamó a los alrededores de aquel edificio, fue para muchos, el escenario de sus primeros pasos en la profesión y el espacio que les permitió más tarde desempeño de importantes responsabilidades; por ello decía con énfasis el abogado Carlos Raúl Guadarrama –quien se desempeñara a lo largo de su vida en importantes encargos públicos, “Aquel barrio, entonces alejado del centro de Pachuca, fue el universo donde acariciamos sueños y cristalizamos nuestras primeras realidades profesionales; el desagradable olor de las viejas duelas y la humedad de los techos, llegó a mezclarse tanto con la lavanda o el vetiver de los perfumes acostumbrados, que se hizo parte de nuestra vida misma, como lo fue también el ruido de las máquinas de escribir”x.

Hoy esa porción de la ciudad se pierde en el ajetreo de la vida cotidiana y el edificio de los antiguos tribunales, convertido desde 1971 en escuela, la Vicente Guerrero, ignora que en otro tiempo estuvo allí y por cerca de un siglo, el Palacio de Justicia Hidalguense. Gratos recuerdos para felicitar a los ya miles de abogados diseminados por toda la entidad.

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