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Para los del 301

1: Va de nuevo. Transcribo un texto de Alejandro Páez Varela intitulado: “Algo sobre el preludio”.
Debimos entender desde el principio que los fuegos pirotécnicos, las escalas y los arpegios son inherentes a los preludios. Que hay música en los desencuentros. Que los desfases y las aparentes descoordinaciones son fugas necesarias que repelen y atraen y repelen y finalmente funden esas cuatro manos en una sola melodía. No lamento haberte conocido. Me da pena porque no fuimos sabios con el tiempo. Porque no pudimos esperar a que llegara nuestro andante o nuestro allegro; porque nos malgastamos en los contrapuntos.

Me da pena porque nos graduamos en la escuela de los que archivan los rencores. No debimos hacerlo. Fuimos ocupando las cinco paralelas del corazón con notaciones amargas hasta que abandonamos la orquesta: al tararear un segundo movimiento, sin saber que habíamos vencido, nos apresuramos a sentirnos cansados y los cansados dicen adiós.

No me quejo, pero no me dicen nada ¬–aunque finja– las arboledas; no me cantan los silbatos del afilador; no me espantan los ladrones del barrio ni las noticias de los últimos días sobre el deshielo de los polos. No me mueven ni el viento ni las ganas de salir corriendo. El mundo puede irse a la derecha si quiere, y no me sorprende porque las aventuras y el progreso, la música de sintetizador y los gobiernos perfectos, las letras suavecitas y los ateos o cristianos o musulmanes o judíos me tienen sin cuidado. Imagina: lo más entretenido en estos días es regresar a la estufa esa olla en la que preparo un caldo con tus recuerdos. Hasta hace poco, cada tarde salía a las calles y me sembraba en el piso. Sacaba un puñado de clavos y remachaba mis pies en la banqueta. Si al segundo día me esperaban cien personas, a la semana eran hordas que aplaudían y gritaban y lanzaban monedas o hacían piruetas. La tarde en que no me presenté se comentaron pocas cosas. Y aunque me conocían y sabían donde vivía, no me obsequiaban siquiera una mirada si me encontraban, por casualidad, en el mercado, la tintorería o la tienda. Así aprendí que la tristeza no se expone al sol, no se vuelve espectáculo, porque llegan las moscas. Aprendí que los muertos no provocan siquiera la compasión de los sepultureros.

Desde entonces la paso en este encierro, pensando en lo que hicimos, en cómo dejamos que nos ganara el cansancio. No fuimos sabios con el tiempo. Nos ganó un preludio, y, como novatos, decepcionados, nos retiramos del concierto. No lamento haberte conocido. En todo caso, lo juro, lamento haberme quedado con tantos recuerdos.

2: Transcribo un cuento hermoso de Ricardo Piglia intitulado “Hotel Almagro”: Cuando me vine a vivir a Buenos Aires alquilé una pieza en el Hotel Almagro, en Rivadavia y Castro Barros. Estaba terminando de escribir los relatos de mi primer libro y Jorge Álvarez me ofreció un contrato para publicarlo y me dio trabajo en la editorial. Le preparé una antología de la prosa norteamericana que iba de Poe a Purdy y con lo que me pagó y con lo que yo ganaba en la universidad me alcanzó para instalarme y vivir en Buenos Aires. En ese tiempo trabajaba en la cátedra de Introducción a la Historia en la Facultad de Humanidades, y viajaba todas las semanas a La Plata.

Había alquilado una pieza en una pensión cerca de la terminal de ómnibus y me quedaba tres días por semana en La Plata dictando clases. Tenía la vida dividida, vivía dos vidas en dos ciudades como si fueran dos personas diferentes, con otros amigos y otras circulaciones en cada lugar. Lo que era igual, sin embargo, era la vida en la pieza de hotel. Los pasillos vacíos, los cuartos transitorios, el clima anónimo de esos lugares donde se está siempre de paso. Vivir en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de “tener” una vida personal, de no tener quiero decir nada personal para contar, salvo los rastros que dejan los otros. La pensión en La Plata era una casona interminable convertida en una especie de hotel berreta manejado por un estudiante crónico que vivía de subalquilar cuartos. La dueña de la casa estaba internada y el tipo le giraba todos los meses un poco de plata a una casilla de correo en el hospicio de Las Mercedes. La pieza que yo alquilaba era cómoda, con un balcón que se abría sobre la calle y un techo altísimo. También la pieza del Hotel Almagro tenía un techo altísimo y un ventanal que daba sobre los fondos de la Federación de Box. Las dos piezas tenían un ropero muy parecido, con dos puertas y estantes forrados con papel de diario. Una tarde, en La Plata, encontré en un rincón del ropero las cartas de una mujer. Siempre se encuentran rastros de los que han estado antes cuando se vive en una pieza de hotel. Las cartas estaban disimuladas en un hueco como si alguien hubiera escondido un paquete con drogas. Estaban escritas con letra nerviosa y no se entendía casi nada; como siempre sucede cuando se lee la carta de un desconocido, las alusiones y sobreentendidos son tantos que se descifran las palabras, pero no el sentido o la emoción de lo que está pasando. La mujer se llamaba Angelita y no estaba dispuesta a que la llevaran a vivir a Trenque-Lauquen. Se había escapado de la casa y parecía desesperada y me dio la sensación de que se estaba despidiendo. En la última página, con otra letra, alguien había escrito un número de teléfono. Cuando llamé me atendieron en la guardia del hospital de City Bell. Nadie conocía a ninguna Angelita. Por supuesto me olvidé del asunto, pero un tiempo después, en Buenos Aires, tendido en la cama de la pieza del hotel se me ocurrió levantarme a inspeccionar el ropero. Sobre un costado, en un hueco, había dos cartas: eran la respuesta de un hombre a las cartas de la mujer de La Plata. Explicaciones no tengo. La única explicación posible es pensar que yo estaba metido en un mundo escindido y que había otros dos que también estaban metidos en un mundo escindido y pasaban de un lado a otro igual que yo y, por esas extrañas combinaciones que produce el azar, las cartas habían coincidido conmigo. No es raro encontrarse con un desconocido, dos veces en dos ciudades, parece más raro encontrar en dos lugares distintos, dos cartas de dos personas que están conectadas y que uno no conoce. La casa de la pensión en La Plata todavía está, y todavía sigue ahí el estudiante crónico, que ahora es un viejo tranquilo que sigue subalquilando las piezas a estudiantes y a viajantes de comercio, que pasan por La Plata siguiendo la ruta del sur de la provincia de Buenos Aires.

También el Hotel Almagro sigue igual y cuando voy por Rivadavia hacia la Facultad de Filosofía y Letras de la calle Puan paso siempre por la puerta y me acuerdo de aquel tiempo. Enfrente está la confitería Las Violetas. Por supuesto hay que tener un bar tranquilo y bien iluminado cerca si uno vive en una pieza de hotel.

3: Escriban sus comentarios, críticas y más críticas y nada de elogios, a: [email protected] twitter: @Vidal_Evans

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