Plaza de almas

Imagen: Gerardo Ávila
 
Hace (105) meses
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“Sí, Dorita; sí”. Y Dorita sonreía feliz. Decían de ella que siempre estaba en la luna. No era la loca de la casa: se le consideraba, a lo más, la loquita de la casa. En la Villa de la Misericordia era un amable personaje a quien todos querían bien, lo mismo las internas que las monjas encargadas de cuidarlas. Había quienes opinaban que no estaba loca, ni loquita. Tenía las rarezas de la soledad, sí, pero mostraba buen juicio, y ayudaba a todos en la casa. Extraño lugar ése, mezcla de centro psiquiátrico y asilo. Las mujeres que ahí vivían sin vivir eran todas de buena condición. Quienes las visitaban llegaban en coches elegantes, y traían regalos caros. Dorita era la pobretona de la Villa. Nadie iba a verla; nadie le llevaba flores o presentes. Cada mes las monjas recibían por correo un cheque por la cantidad necesaria para pagar su estancia ahí. Nadie sabía quién lo enviaba, y Dorita menos que todos. Le preguntaban las demás: “¿Quién paga tu pensión, Dorita?”. Y respondía ella: “No sé”. “Vive en el limbo” -decían las otras. Y la monja: “Déjenla. Así vive feliz”. ¿Era feliz Dorita? Nadie podría decirlo. Eso de la felicidad es algo muy ambiguo. Un instante somos felices, y el siguiente no. Si me es permitido parodiar una famosa frase diré que la felicidad es un relámpago entre dos abismos. Lo que sí puedo decir es que Dorita vivía contenta. Nunca pedía nada a más de lo que recibía. Jamás participaba en las pequeñas intrigas de la casa, ni se inclinaba por nadie en las mezquinas luchas de poder que sostenían entre sí algunas internas, las de mayor alcurnia o más dinero. Ella iba y venía por la casa, por el jardín, por el salón de juegos, y no se metía con nadie. “Buenos días, madre”, a las religiosas. “Buenas tardes, señora”, a las internas. “Buenas noches, Inés”, a la afanadora. De Dorita se decían cosas. Que estaba recluida por cosas de dinero: un hermano la había llevado ahí con ayuda de abogados para no compartir con ella la herencia de los padres. Cuando le preguntaban eso ella negaba: “Nunca tuve hermanos”. “¿Entonces quién te tiene aquí?”. “No sé”. Y otra vez: “Vive en el limbo”. En ocasiones se animaba y contaba una historia extraña, de un novio que la había dejado para casarse con otra. La misma vieja historia que cuentan las que nunca tuvieron novio. “¿Y ya lo perdonaste, Dorita?”. “Nada tenía que perdonarle. Yo era fea y tonta; no estaba a su altura. Él necesitaba otra clase de mujer”. Alguien dijo una vez que ese abandono había sido la causa del extravío que la llevó ahí. “Ay, sí -comentó, burlona, una de las internas que oyó aquello-. Locura de amor ¿no?”. Y sin embargo, Dorita no daba señas de estar loca. Jamás tenía los arrebatos que tenían otras, ni vagaba en las noches por los corredores, como hacían algunas, ni maldecía a las monjas. Cantaba por lo bajo una canción que nadie conocía, y leía libros de versos. Mientras las otras veían la televisión ella iba a la capilla de la casa y ahí se estaba quieta, con la mirada perdida en el vacío, como si estuviera recordando algo. A veces se ponía triste, sobre todo en invierno, cuando desaparecían en la grisura de la niebla las formas de los árboles del huerto. Pero no le duraba mucho esa congoja. A la mañana siguiente volvía a sonreír. “Buenos días, madre”. “Buenas tardes, señora”. “Buenas noches, Inés”. Y las demás: “Vive en el limbo”. Un día sor Teresa, la directora de la casa, hizo que una de las hermanas llevara a Dorita a su oficina. Ella nunca había estado ahí, pero no se inquietó. No había hecho nada malo. Jamás hacía nada malo. En la oficina estaba un hombre de edad. “Vengo por ti” -le dijo. “¿Por qué tardaste tanto?” -preguntó ella. En su voz no había acentos de reclamo. “Perdóname” -respondió el hombre, apenado. Y Dorita: “No tengo nada que perdonarte. Siempre supe que vendrías, y ya estás aquí”. Eso fue todo. El visitante firmó algunos papeles que había preparado la directora; Dorita fue por sus cosas y se despidió de las demás internas, como si hubiera estado ahí tres días y no 25 años. “Adiós, madre”. “Adiós, señora”. “Adiós, Inés”. Y ellas: “Sí, Dorita, sí”. Y Dorita sonreía, feliz. FIN.

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