“¡Lástima de hombre!” Así decían las mujeres cuando hablaban de aquel amigo mío. Lo decían porque era guapo, alto y musculoso, de tez muy clara que la sombra de la barba hacía destacar más. Sus ojos, según doña Dolores, su mamá, eran azules por la mañana, verdes por la tarde, y en la noche grises. Eso me hacía recordar, divertido, la frase con que Corín Tellado describía a los protagonistas de sus novelas rosa: “Tenía los ojos del color del tiempo”. Su andar pausado se parecía al de Henry Fonda; casi no movía los brazos al caminar. Hablaba con extremada corrección; podía sostener una conversación de altura. Cantaba bellamente y tocaba la guitarra con destreza de profesional. Además vestía muy bien, a la última moda. ¿Por qué entonces las mujeres decían de él: “¡Lástima de hombre!”? Porque estaba loco. Doña Dolores culpaba de su locura a una mujer. Decía que esa pérfida hembra había entoloachado a su hijo. Él tenía su novia, una chica de muy buenas familias, y se iba ya a casar con ella. En mala hora, contaba la señora, su muchacho conoció a esa mujer y tuvo con ella “tratos indebidos”. Para impedir que se casara, y a fin de atarlo a ella, la desgraciada le dio a beber toloache. Esa planta, nombrada también yerba del diablo o cincollagas, sirve para cosas de brujería. Un té hecho con sus hojas rinde la voluntad de quien lo bebe y lo deja -como dicen en el norte- para hacer mandados, o sea sin capacidad para trabajar o cumplir tareas que requieran el uso de la mente, aunque sea de poca. Lo que busca la mujer que entoloacha a un hombre es que, ya incapacitado, dependa totalmente de ella y nunca se le vaya. Ésta que digo le compró el toloache a Zeferina, una yerbera del mercado que lo vendía clandestinamente. El gendarme de punto lo sabía, pero la dejaba hacer, unos decían que porque la yerbera le daba dinero; otros que porque ella misma se le daba. También surtía de peyote y mariguana a quienes le pedían esas sustancias prohibidas. La amante del muchacho no logró su malévolo propósito -la madre lo alejó de ella-, pero logró que el matrimonio se frustrara. Su novia insistía en casarse con él, estuviera como estuviera. Sus papás, sin embargo, se la llevaron lejos hasta que le pasó el enamoramiento. Desde entonces mi amigo no hacía otra cosa más que salir a caminar por las calles durante horas. Se detenía de pronto y acercaba el oído a uno de los postes de la electricidad. Decía con tono de misterio a los que pasaban: “Oigo vocecitas”. Todos lo conocían y sabían de su locura. Le contestaban: “Sí, Toñito, sí”. A los que venían de fuera les daban una bondadosa explicación: “Está malito”. Todo con él se volvió diminutivos: “Toñito”; “malito”; “pobrecito”. Pero miren ustedes lo que sucedió. Un día se supo que su antigua novia había quedado también privada de razón. Nunca se le pasó el enamoramiento, como creyeron equivocadamente sus papás. En un descuido de ellos, que la vigilaban para que no tuviera algún encuentro con el loco, fue al mercado, le compró toloache a Zeferina, hizo un té fuerte con la hierba y se lo bebió. Quiso estar como el hombre al que seguía amando. Sé que esta historia es rara, pero quien haya sentido eso que la gente llama amor sabrá que tan extraño sentimiento provoca toda clase de locuras. En adelante fueron los dos, Toñito y su novia, de la mano por la calle. Él ya no oía vocecitas. Escuchaba sólo una voz, la de la mujer que amaba y que por él renunció a ser ella. ¿Puede haber una renuncia mayor que la del propio ser? Pienso que no. Pero eso no lo entenderá el que oiga muchas voces en vez de escuchar una sola voz. FIN.