Mérida, un regalo

Imagen: Gerardo Ávila
 
Hace (91) meses
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Finina, delicada joven con cuerpo etéreo de sílfide, náyade o dríade, casó con el Juanón, un hombre de extremada corpulencia, pues su peso andaba cerca de las 15 arrobas (cada arroba equivale a 11 kilos y medio). La noche de las bodas él le pidió a ella en el curso del acto connubial, que celebraban en la tradicional y poco imaginativa posición del misionero: “¡Muévete, mamacita!”. Demandó ella a su vez: “Pues bájate, cabrón”… Doña Macalota le dijo a su esposo don Chinguetas: “El día de mi funeral quiero que vayas al cementerio en el mismo coche que mi mamá”. “Está bien -refunfuñó el señor-. Pero eso me va a echar a perder el día”… Durante una semana completita no cometí ningún pecado mortal  de los siete que el buen Padre Ripalda enumeró en su Catecismo. Resistí a la soberbia, madre de todos los pecados. Saqué de mí a la envidia, que es la más triste culpa, pues de ella el envidioso no deriva ningún placer; antes bien sufre los pesares y amarguras que le provoca el bien ajeno. Maté al monstruo de la lujuria. (Bueno, quizá no logré matarlo del todo, pero sí lo dejé bastante apaciguado). No incurrí en gula, deleite que cultivo con morosidad, ya que es el último pecado de la carne que podré cometer. Puse freno a la ira; vencí la tentación de la pereza y me aparté de la sórdida avaricia. No sé si incurro en herejía, pero pienso que el buen Dios se alegra más con un pecador arrepentido que con un rezador perseverante. El caso es que Diosito me llamó y me dijo que me iba a dar un premio por mi buena conducta en la semana. Podía yo pedir lo que quisiera. Le dije: “Señor: hazme ir a Mérida”. Vaciló: “Pides demasiado”. Alegué mañosamente: “Padre: pedirte poco es ofender tu majestad y dudar de tu infinita omnipotencia”. Me pareció ver que en sus labios se insinuaba una sonrisa. Respondió: “Está bien. Te enviaré a Mérida”. Ese mismo día -el Señor actúa con rapidez, pues dispone de una sola eternidad- recibí una invitación para presentar mi más reciente libro, Lo mejor de Catón, en la FILEY, Feria Internacional de la Lectura en Yucatán, uno de los más prestigiosos eventos que en torno del libro se llevan a cabo en México y en América Latina. Lo que ahí me sucedió no es para contarse, por eso lo cuento. Se armó un tumulto para entrar a mi presentación. Vasto de por sí el salón donde me presenté, fue necesario llevar apresuradamente más sillas, y aun así hubo gente de pie, y personas sentadas en el piso. Yo quiero mucho a mis cuatro lectores yucatecos, y vivo siempre agradecido con mi casa de trabajo en la península, El Diario de Yucatán, pues por ese periódico, tan lleno de historia y noble tradición, soy conocido allá. Han de saber ustedes que en Mérida no me llamo Catón, sino Catóm, por la linda manera que los yucatecos tienen de pronunciar la ene, como eme. Disfruté aquel fin de semana, con mi esposa, la infinita gastronomía que Yucatán posee, cada uno de cuyos platillos no es bocado de cardenal, sino de Papa, y aún me quedo corto. En conversaciones para mí ilustrativas Felipe Ahumada Vasconcelos, hombre de amplísima cultura y  elevado pensamiento, hijo y nieto de próceres, me ha hablado del fino espíritu de los yucatecos, de su generosidad, de su innata vocación por la belleza. Regresé a mi ciudad fortalecido por el afecto que me mostraron Yucatán y su gente, que me aplaudió de pie al terminar mi perorata y me hizo estar casi cuatro horas firmando mi libro, que se agotó en el stand de mi querida editorial, Planeta. Trataré de portarme bien alguna otra semana -no puedo decir cuál- a ver si merezco de nuevo ese regalo de Dios que es ir a Mérida. FIN.

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