“Me llamo Leda”
 
Hace (69) meses
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Se llamaba Leda. ¿Raro el nombre, verdad? Pero te sonará, seguramente. Es mitológico, y tú siempre has sido dado -y prestado- a toda suerte de mitologías. Leda fue la bellísima mortal de la que Zeus se enamoró. Para burlar a quienes guardaban su hermosura tomó la forma de un cisne, y así la poseyó. (Mejor vida llevaba Júpiter que Jehová. Mientras éste se la pasaba jodiendo a los humanos con toda suerte de terribles castigos y molestas plagas, Zeus empleaba provechosamente el tiempo en follar con las humanas a diestra y a siniestra).

A consecuencia de aquel coito ornitológico Leda puso dos huevos: del uno nacieron los gemelos Cástor y Pólux, que todavía andan por ahí dándole la vuelta al mundo en la forma de la constelación de Géminis; del otro salió Helena, cuya belleza y liviandad fueron causa de la guerra de Troya, el primer conflicto bélico mundial en la historia de la belicosa humanidad.

Cuando los griegos querían relatar desde sus orígenes esa prolongada lucha decían que la iban a contar “ab ovo”, o sea desde el huevo. Aludían a aquel huevo fatal de donde surgió Helena. Pero ésa es otra historia. La que me pediste que te contara, Armando, pertenece a mi vida, la de tu tío Felipe, esa otra mitología.

Tenía yo 13 años, y conocí a una muchachita que llegó al barrio venida de otra ciudad, más grande seguramente que la mía, pues su modo de ser era muy distinto de los modos de no ser de las niñas locales. Por ejemplo, me habló en la calle sin que nos conociéramos. Me preguntó cómo me llamaba; mi edad; a qué escuela iba; si me gustaba el cine y si había oído la canción “Cerezo rosa”. Luego me dijo cómo se llamaba ella -Leda-; cuántos años tenía -14-, y a qué escuela iba -el Colegio Saltillense, de monjas, por la calle de Victoria-.

Era muy linda. Rubiecita, quizás un poco regordeta, tenía ya lo suyo, que de inmediato quise mío. Nos hicimos amigos. A veces la acompañaba cargándole la mochila con los útiles, que así se llamaban los libros y cuadernos escolares, más la regla, la escuadra y el compás que nunca servía para nada y que por lo mismo era obligación traerlos.

Una vez me pidió que la esperara a la salida del ejercicio cuaresmal para muchachas. Me hizo plática en el atrio del templo -el ejercicio, me dijo, trató de la pureza-, y cuando toda la gente se hubo ido me llevó a la calleja favorablemente oscura que estaba atrás del templo, y ahí atentamos juntos contra el preciado valor religioso, que no de la naturaleza, del cual había hablado el orador sagrado. No llegamos a mayores -éramos muy menores- pero las minoridades fueron sabrosísimas. Después de besarnos con el ansia de la primera vez ella misma puso mi mano sobre uno de sus pequeños senos, que palpé con la torpeza de la vez primera.

Por su parte Leda me acarició con audacias de mujer. Sonrió, orgullosa, cuando dejé de acariciarla. Sabía por qué ya no la acaricié. Y ahora, sobrino, déjame contarte el final de la historia. O más bien su recomienzo. Hace unas semanas conocí a una hermosa mujer. Morena, de cuerpo fino, tendría 20 años menos que los que tengo yo. Quizá por eso fue ella la que tomó la iniciativa. A mi edad ya no la tomo yo. No le temo a la muerte, pero sí al ridículo. Me dijo el número de su habitación en el hotel -estábamos en una convención-, y añadió al tiempo que se levantaba para irse: “Si no tiene nada mejor que hacer.”. Porque entonces todavía nos hablábamos de usted. Y aquí viene lo de la vuelta a comenzar. Cuando entré en su cuarto me dijo usando ya el tuteo: “Yo sé cómo te llamas tú, pero tú no sabes cómo me llamo yo. Me llamo Leda”. Raro el nombre, ¿verdad, Armando? Y sin embargo. FIN.

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