Grandes errores he cometido yo en la vida, errores a cuya suma doy el pomposo nombre de “experiencia”. Pero he tenido también aciertos buenos. El mayor fue escoger a la esposa que escogí (o haber dejado que ella me escogiera). Con mi mujer -mi señora- he vivido 51 años, y espero vivir todos los demás que Dios y ella me dejen. Eso por lo que hace al verso de la vida. En la prosa tuve otro acierto espléndido: desde que me casé tomé la decisión de entregarle a mi esposa todo el dinero que ganaba. Contrarié el proverbio que decía: “A la mujer ni todo el amor ni todo el dinero”. En aquellos años la mujer era considerada una especie de menor de edad o incapaz sujeta a tutela perpetua; una criatura débil de entendimiento y de carácter frívolo, que no podía por tanto administrar ese bien tan valioso, el dinero. Los maridos se guardaban todo el que ganaban -la esposa rara vez sabía cuánto era-, y daban a sus mujeres el “diario” o “chivo”, una pequeña cantidad suficiente para los gastos de cada día. Yo no hice eso. Le daba a mi esposa, íntegros, mis exiguos salarios de joven profesor y reportero novel; dejaba sólo una pequeña cantidad para mis gastos personales. Mis amigos hacían burla de mí. Entonces no existía la palabra “mandilón”, pero me asestaban su equivalencia en otros adjetivos. Y sin embargo la inusual medida dio frutos abundantes. Si hubiera yo manejado el dinero que ganaba lo habría perdido, y ahora mi familia y yo estaríamos sentados en un hormiguero, y ni siquiera de buena calidad, sino de tercera o cuarta. Mi esposa, en cambio, es como la bíblica mujer del Libro de Proverbios. En sus manos aquella breve suma era bastante, y aún quedaba algo para ahorrar. Pasó el tiempo (ésa es su principal ocupación), y aunque la tempestad no nos fue ajena vinieron días bonancibles. Uno de esos días llegó, y me enteré súbitamente de que había llegado ya a la edad de jubilarme como profesor. Ahora, me apena confesarlo, hago algo que no corresponde a lo que hacía al principio. Sigo dándole a mi mujer todo lo que gano, menos mi pensión de maestro. No es muy cuantiosa esa cantidad, pero muchos años y mucho trabajo me costó merecer esa pensión, y la disfruto mucho. Mayor orgullo siento cuando encuentro a algún antiguo alumno y me saluda llamándome “maestro”. ¡Qué título tan alto es ése! No se gana por ostentar un título, aunque sea bien ganado, sino por una vida de trabajo frente al grupo, por años y años de revisar tareas y exámenes, de esforzarse por sembrar entusiasmos, que en eso consiste la tarea de educar. Por eso me apena, y aun me indigna, ver mujeres y hombres que se llaman a sí mismos “maestros”, y que hacen del ocio y la anarquía su método de vida. Son los que pertenecen -pertenecen, sí- a la llamada CNTE. Los estados donde esos “profesores” mantienen su dominio son los más atrasados del país. Sombría frase esta última, lo reconozco. Narraré ahora un breve chascarrillo a fin de confortar a la República. El dicho cuento es viejito pero buenito. Un individuo fue con el dentista a que le extrajera una muela. “Voy a inyectarle un anestésico” -anunció el facultativo. “¡No! -se alarmó el sujeto-. ¡Las inyecciones me dan pánico!”. “Bien -concedió el doctor-. Le aplicaré un gas”. “¡Tampoco! -clamó el tipo-. ¡Soy alérgico al gas!”. El odontólogo, entonces, trajo una pastillita azul. “¿Qué es eso?” -pregunta con inquietud el hombre. Respondió el médico: “Es Viagra”. “¿Viagra? -se asombró el individuo-. ¿El Viagra me quitará el dolor?”. “No -contesta el odontólogo-. Pero tendrá usted algo de dónde agarrarse mientras le saco la muela”… (No le entendí)… FIN.