En junio de 1937 el mariscal Mijaíl Tujachevsky fue ejecutado. Era el militar de más alto rango del ejército soviético. Su muerte fue decretada, junto a la de otro puñado de militares, en una de las purgas de aquellos años. Se le acusó de conspirar contra la URSS. Soplaban vientos de guerra y la Unión Soviética resentiría esas ausencias al ser invadida por los nazis en 1941.
Leszek Kolakowski utilizó aquel episodio para ejemplificar una idea: que en la historia no existe una lógica, sino lógicas en plural. Así, en aquellos tensos y preocupantes años y dentro de una cierta lógica, el asesinato de altos mandos del ejército solo podía beneficiar a los enemigos de la URSS, pero desde otra, desde la de Stalin -afirmaba Kolakowski-, que veía en el mariscal un posible opositor, fue una oportunidad para deshacerse de él y fortalecer su poder personal.
Ahora, al leer la espléndida novela histórica de Laurent Binet, HHhH (Seix Barral), sobre el atentado que unos patriotas checos y eslovacos realizaron en contra del Protector del Reich para Bohemia y Moravia, Reinhard Heydrich, me entero de lo siguiente: en agosto de 1920 el ejército rojo, al mando de Tujachevsky estaba a las puertas de Varsovia. Parecía que los polacos serían derrotados. No obstante, Tujachevsky y los suyos fueron vencidos por las fuerzas comandadas por Jozef Pilsudski. Tujachevsky pidió refuerzos que nunca fueron enviados. Y el responsable de esa decisión fue Stalin. Así que las diferencias tenían historia. Pero eso no es lo que me interesa. Sino que Binet señala que en 1937 Heydrich, que conocía esas tensiones, ideó una operación de “intoxicación” para alimentar el rumor -que ya corría- de que Tujachevsky urdía un complot contra Stalin. Armó un expediente y a través de varios agentes lo hizo llegar a la NKVD soviética. Al parecer -dice Binet- los dos ganaban: “Stalin obtiene lo que quiere: pruebas de que su más serio rival prepara un golpe de Estado”. Y Heydrich ha logrado desembarazarse del “hombre más apto para dirigir una guerra contra Alemania”.
El propio Binet no se atreve a evaluar qué tanto influyó ese expediente envenenado en la decisión de Stalin, pero lo que deseo subrayar es la fórmula utilizada para hacer avanzar -de manera siniestra- los intereses de los nazis: generar información falsa, intoxicar al enemigo, inventar para sacar raja.
Lo anterior viene a cuenta porque vivimos tiempos de canallas, como diría Lillian Hellman sobre el macartismo. Y no será extraño vernos involucrados en espirales de especulación generados por “hechos alternativos”, construidos a modo con fines aviesos. La administración Trump parece capaz de todo, de falsificar lo que se le venga en gana porque la verdad no la ancla. No sé si sea el caso o no de la “información” filtrada sobre la conversación entre Trump y el presidente Peña Nieto. Pero más allá de su veracidad, solo un ingenuo redomado puede hacer a un lado un hecho estratégico: la fuente no da la cara. Y por supuesto esa fuente -imagino- alguna finalidad perseguía al dar a conocer esa información o al inventar, modular, maquillar o editar la misma.
En tiempos complejos -que son todos- el periodismo serio, comprometido con la verdad, debería invariablemente ofrecer su fuente. Es siempre una información crucial. Al conocer la fuente (de una declaración, un estudio, un dato estadístico) podemos ponderar los dichos o los hechos. Porque en muchas ocasiones la fuente nos dice más que la propia información.
Lo que sucede es que la excepción se viene convirtiendo en regla. Por supuesto que hay casos y situaciones en los que el periodista tiene que proteger a su fuente. Por supuesto no puede ni debe arriesgar su vida. Pero debería tratarse de eso, de casos excepcionales. Y la regla de toda nota informativa le debería decir a la audiencia de dónde se sacó y cómo se obtuvo. Es la manera de construir un dique contra la desinformación, los rumores, las operaciones de intoxicación de la opinión pública.
Necesitamos como sociedad información dura, comprobada. Atajar hablillas y falsificaciones. Y para ello requerimos un periodismo comprometido con la verdad. Con los estándares más elevados de seriedad. Y no resulta fácil. Hay un campo fértil para los abusos, porque la credibilidad de las instituciones públicas está más que mermada.