La discusión sobre el significado de los resultados de la jornada electoral del domingo 5 está en curso; es muy pronto para extender certificados de salud o defunción del sistema electoral. Sin menospreciar los graves defectos que hacen de la nuestra una democracia de baja calidad, me niego a erigirme en calificador de la pureza del voto ciudadano. Los votos se cuentan, no se pesan.
Si queremos que en 2018 las quejas por esa baja calidad y el enésimo debate sobre la legitimidad de quien resulte electo como Presidente ocupen el espacio público podemos seguir contemplando el reparto de culpas del que cada partido político quiere sacar tajada como si alguno estuviese libre de culpa.
Al lamentable comportamiento que vimos la noche de la jornada electoral, cuando salvo un caso ningún candidato fue capaz de admitir su derrota, sumamos ahora la cachaza de dirigentes partidistas que solo consideran respetables sus victorias, atribuyendo las de otros al fraude y la compra de votos. Revestirse con túnica de pureza al amparo de los triunfos obtenidos, más por los vicios del perdedor que por los méritos del ganador, raya en el cinismo.
Para entender y atender la baja calidad de nuestra democracia hay que empezar por admitir que la mayoría de los ciudadanos se encuadran en dos segmentos que nada aportan a una de mejor calidad. Uno es el de los apáticos/abstencionistas, para los que la política es “oficio de tinieblas”, sinónimo de corrupción o maldad. El otro segmento es el de quienes se han acostumbrado a que su voto sea mercancía intercambiable por bienes o dinero en efectivo, o por la tarjeta que le dará derecho a recibirlos, ya sea de los candidatos, de sus partidos o de los gobiernos. La compra del voto es el mayor vicio del sistema; la generalización de tal práctica es alarmante.
Las evidencias disponibles, por notas de prensa y múltiples testimonios, dan cuenta de esa generalización de las prácticas clientelares; su manifestación más degradante es el reparto de despensas con bienes de primera necesidad a cambio de la fotocopia de la credencial para votar, instrumento necesario para que los promotores a sueldo de los partidos -o de los gobiernos- elaboren las listas de votantes supuestamente comprometidos a ir a las urnas y sufragar por el partido que compra el favor.
La despensa a cambio del voto es el testimonio más nefasto, por degradante y generalizado, del fracaso de los partidos; de las consecuencias de no haber puesto un límite, temporal y en montos, al exceso de financiamiento público otorgado a partir de 1996. Cuatro años más tarde el PRI perdió la Presidencia de México, lo que abrió la oportunidad para culminar los cambios realizados en años previos y también para corregir los vicios y defectos que desde entonces ya eran notorios en el sistema electoral.
Fue hasta la conflictiva elección de 2006, una década después de cometido el exceso, que los partidos y el gobierno (de Calderón) admitieron el daño colateral: los cuantiosos recursos públicos, y privados, otorgados a los partidos alimentaban el insaciable lucro de las televisoras privadas y empresas de radio, además de conferirles un poder sin precedente que las convirtió en factótum para el resultado de cada elección. La reforma de 2007 fue la respuesta a ese estado de cosas; para cambiarlas los legisladores actuaron con radicalidad prohibiendo la compra-venta de tiempo en radio y TV con fines electorales; pero se quedaron cortos al corregir el exceso de financiamiento público.
Otro ámbito que en 2007 no se atendió, y la reforma de 2014 agravó a extremos nunca imaginados, es el gigantismo de las autoridades electorales federales, agravado con la creación del INE y la jibarización de los Oples. Las experiencias de este año y el previo obligan a sonar las alarmas. El problema no está en instalar casillas y contar votos; está en casi todo lo que hay antes.
Antes del 18, hay que tomar medidas.