Eligen al AIFA para turistear
 
Hace (24) meses
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Foto: Especial

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Mientras esperan a que bajen los aviones, la señora Gaby, sus dos hijas y su nieto de seis años, de Los Reyes Acozac, pelan naranjas en una banca del jardín del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), inaugurado el 21 de marzo.

Traen manzanas también y se las comen y los aviones que no llegan.

“Es lo que estamos esperando, que aterrice un avión, por el niño que tiene tentación de ver cómo llega un avión, entonces queremos ver si nos da chancecito el tiempo de ver cómo llega, sino otro día”, dice la señora Gaby, de pants y lentes negros.

“Si no, ya desde la casa”, agrega su hija Guadalupe, que trae una sudadera de Batman. El niño columpia los pies porque le prometieron que irían también al Museo del Mamut, aunque se acaban de enterar que está a 3 kilómetros de la terminal.

A su lado, otras familias toman fotos a las paredes de cristal, comen sándwich o dormitan en las bancas.

Ver un avión en el AIFA puede ser complicado.

No sólo porque la única pista que funciona queda de otro lado de la terminal, oculta para los que sólo llegan a mirar, sino por los pocos vuelos.

A las 10 de la mañana del jueves Santo, la pantalla anuncia cinco salidas en todo el día. Guadalajara, Cancún, Monterrey, Tijuana y Mérida entre las 11:35 y las 14:53 horas.

A las 06:30 ha salido otro, a Villahermosa, y con los seis que regresen son 12 operaciones diarias. Nacionales todas. Aún nada comparado con las 929 nacionales e internacionales anunciadas el viernes en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM), que espera suplir.

Tan complicado también como ver a un visitante con maleta en el AIFA, construido por el Ejército con más de 70 mil millones.

La noche del miércoles, el vuelo Y4 1010 de Volaris a Tijuana aún tiene 55 asientos disponibles de 90.

Los pocos viajeros que llegan al AIFA tienen prisa. Ya llegaron como pudieron por la falta de vialidades y ahora a ver cómo salen sus acompañantes.

Jesús Sánchez, un comerciante, llega desde Tlalpan al vuelo a Monterrey de las 12:30.

Dice que se ahorró unos 600 pesos por el subsidio a la tarifa Aeroportuaria, aunque se hizo tres horas de viaje: dos en el camión al AIFA que tomó en Taxqueña a 90 pesos, y una hora en la espera porque sólo salen a las 06:30 y 8:30.

Una familia de seis que va a Cancún por Volaris dice que todo muy padre, que llegaron de Tizayuca en auto y que se ahorraron mil pesos por cada boleto.

Un hombre de Pachuca que va a Mérida por Aeroméxico dice que sólo se ahorró media hora de camino, porque el boleto le costó lo mismo.

“Es que depende de la anticipación con que se compren los boletos”.

Al margen de los viajeros, doña Gaby de todos modos está contenta afuera de la sala de cristal.

“Les venía diciendo a ellas ‘quien iba a decir que en nuestro pueblito iban a construir un aeropuerto'”, cuenta. Sus hijas siguen masticando sus manzanas y mirando el cielo.

En las tierras áridas del norte citadino, el AIFA, el Felipe Ángeles, el nuevo aeropuerto, es un atractivo turístico en Semana Santa. Aunque los más llegan a conocerlo sin poder volar. La mayoría son admiradores del Presidente Andrés Manuel López Obrador, quien ha calificado al nuevo aeropuerto como “de primera”. Llegan y abren la boca de admiración, como si constataran su existencia.

O como si arrearan al “elefante reumático”, ese animal que tanto cita el Presidente que el Jueves Santo voló hacia Villahermosa, pero decidió volar por el AICM.

¿Oiga, desde donde se ven los aviones? Se le pregunta al oficial Domínguez de la Guardia Nacional, afuera de la zona de llegadas. “Como tal sólo se podría apreciar una parte, cuando ya van de salida, y es del lado derecho, la pista está del otro lado y es una zona estéril”, responde.

“¿Desde dónde, tú?”, consulta un obrero de chaleco anaranjado a otro, al inicio de la rampa de automóviles, frente al hotel en construcción interminable. Los dos se ponen a recordar por dónde los han visto. Parece que llegan desde la derecha y entran por aquel montón de tierra y salen rumbo por allá, aunque es más por la mañana.

“Ahorita métase por esa entrada de tierra y si le dicen que a dónde va dígales que va a comprar algo al casino”.

Detrás de la reja verde, junto a una zona de zanjas y montones de tierra, por fin se ven. Pasa el medio día y enfila el de Cancún seguido por el Monterrey. Los obreros, que siguen haciendo zanjas y cimientos a unos metros de la pista, apenas hacen una pausa para verlos despegar hacia el cielo gris polvo antes de seguir cavando zanjas.

El casino es un lugar de lonas viejas, de 50 mesas llenas de moscas, tambos de agua sospechosa, fondas, food trucks destartalados y venta de comida desde la cajuela de autos, escondidos en un área polvosa y estéril. Son las 13:00 horas y medio millar de obreros de caso verde o anaranjado acuden a comer.

Hay otra fonda más pequeña frente a la terminal, oculta en un rellano del estacionamiento, donde obreros, azafatas y militares se forman por un plato.

Adentro de la terminal apenas se pueden comprar unas galletas o un agua sin ticket ni factura. El local de café no ha logrado arrancar.

“Todavía están terminando algunos detallitos”, dice la encargada.

“Deberían de poner anuncios, porque sí se pierde uno, ahorita el policía que está en el Mexiibus dijo que no sabía cómo llegar al Museo del Mamut y eso que se puede decir que nosotros somos locales, venimos de aquí de Los Reyes”, insiste a la salida una hija de la señora Gaby.

Son casi las dos de la tarde y la terminal de cristal de mil 96 metros de lado a lado lugar parece un templo vacío, amplio, silencioso.

En la pantalla sólo queda el anuncio del vuelo a Mérida de las 14:53, sólo hay personal en el mostrador de Aeroméxico, hay equipo todavía envuelto en plástico en algunos mostradores con la leyenda de “No Tocar”.

Por la rendija de un vidrio se puede mirar a un hombre sentado en la banda de equipaje inmóvil en la planta baja, junto a dos militares más inmoviles.

Se podría oír la voz de Dios si no fuera por una decena de mirones preguntan cómo llegar al Museo del Mamut.

Les dicen que está a 3 kilómetros, en la Ciudad Militar. Que el taxi cobra 150 pesos, o que pueden tomar el Mexibus, y bajarse en dos estaciones y caminar dos kilómetros. O que, con suerte, encuentran un camión blanco que los lleve gratis, pero bien a bien no se sabe si aún funciona.

Lo mejor es que si llegan allá, podrían subirse a los aviones del Museo de Aviación.

Jorge Ricardo Nicolás | Agencia Reforma

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