El burlador burlado
 
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El 3 de noviembre de 1889 un pequeño cortejo fúnebre arribaba al Panteón San Rafael –ubicado donde hoy se encuentra el Jardín Pasteur–, el tosco ataúd de madera, conducido por los sepultureros, era acompañado por doña Brígida Martínez y Brígida y María de los Ángeles Prida, madre y hermanas de quien en vida llevó el nombre de Fernando Prida Martínez, fallecido de manera misteriosa el 2 de noviembre de aquel año.

Fernando, huérfano de padre desde muy pequeño, se abrió paso desde muy temprana edad trabajando muy duro en la mina La Zorra, allí aprendió las difíciles tareas que desempeñaban los operarios mineros y alcanzó a ser nombrado jefe de cuadrilla, lo que le permitió gozar de mejores emolumentos que el resto de sus compañeros, esos mismos –entre cinco y seis– que aquel 3 de noviembre integraban también su cortejo fúnebre.

La inesperada y misteriosa muerte de Fernando ocurrió la madrugada del 2 de noviembre, a unos cuantos metros, de la que a partir de aquel día sería la última morada del esforzado trabajador de la mina La Zorra, debido a los hechos que habían sido difundidos ampliamente por la conseja popular del antiguo barrio  El Surtidor, llamado así por encontrarse en sus inmediaciones el depósito de agua construido por los franciscanos que llevaba hasta allí el preciado líquido obtenido de un manantial de la sierra norte de Pachuca.

En efecto, el viernes 1 de noviembre, Día de Muertos, Fernando acudió a la cantina La India, ubicada en el entonces callejón del empedradillo, que en razón de que era sábado estaba llena de parroquianos; Prida y sus amigos comenzaron a libar pulque desde por ahí de las cinco de la tarde, de modo que al anochecer estaba completamente ebrio.

En un momento dado, los asistentes a la piquera enfilaron su conversación sobre el Día de Muertos, esa fecha tan celebrada en la provincia mexicana y en particular en los pueblos de la Sierra y la Huasteca; el grado etílico hacía ya fuertes estragos en los cerebros de todos los asistentes a La India; se empezó a hablar de aparecidos, de venganzas cumplidas después de la muerte y otros temas por el estilo.

En aquel abigarrado conjunto de bebedores estaba aún presente la muerte de Guillermina Fontanes, novia por mucho tiempo de Fernando Prida, romance que rompió este último al llegar a la barriada una linda mujer –pero de cascos muy ligeros–  Esperanza Acosta, quien poco a poco se fue metiendo entre la pareja de Fernando y Guillermina, hasta lograr quedarse con el amor del primero, lo que causó un terrible disgusto a Guillermina del cual se derivó una penosa enfermedad de la que ya no pudo salir.

Muchos amigos de la pareja se acercaron a Fernando pidiéndole rectificara su actitud, pero el joven minero continuó su relación con Esperanza, exhibiéndose ambos con gran desfachatez en las calles del barrio minero en donde vivían todos los personaje de esta crónica popular, de modo que la enfermedad y posterior muerte de Guillermina fue achacada a la impertinente conducta de la pareja.

La plática abordó la posible venganza que Guillermina, lo que desde luego fue rechazado por Fernando, mostrando su incredulidad ante tales aseveraciones. Fue en ese momento cuando un personaje desconocido para todos, vestido con un gran sobrero y embozado en una gruesa bufanda que le tapaba la cara se acercó a Fernando y le dijo:

–Sino tiene usted miedo a nada, le propongo valla ahora hasta la tumba de Guillermina y fije a los pies de su sepulcro esta cruz de madera, que nos asegurará de su presencia en ese lugar.

Visiblemente nervioso, Fernando apuró el trago de pulque y pregunto: ¿Y qué obtendré por eso?

—Esta bolsa de dinero que depositaré con el cantinero para que la recoja a su regreso.

La bolsa contenía una buena cantidad de monedas de oro puro.

– Sea, dijo Fernando y se marchó, llevando la cruz de madera.

Por largo tiempo los parroquianos esperaron el regreso de Fernando, pero este nunca regresó a recoger la recompensa, fue por ello que a la mañana siguiente fueron a su caso donde se encontraron con la noticia de que no había llegado en toda la noche, se dirigieron entonces al panteón San Rafael hasta la tumba de Guillermina donde encontraron el cuerpo del minero, con los ojos abiertos y un manifiesto rictus de horror en el rostro. Lo médicos dijeron que murió de un infarto fulminante, causado un gran susto.

Al observar la posición del cuerpo los legistas se dieron cuenta que la gabardina que llevaba Fernando quedó prendida por la cruz de madera a los pies del sepulcro de Guillermina, de lo que seguramente este no se percató debido a la obscuridad de la noche, de modo que al intentar retomar el camino de regreso la gabardina atorada se lo impidió y el zapato se hundió en la tierra aun floja de la tumba. Fernando pensó que Guillermina lo trababa para vengarse de su desamor por ella y así se generó el fatal desenlace, que muchos de sus amigos atribuyeron a fuerzas ocultas.

Por eso aquella mañana del 3 de noviembre de 1889, el cortejo fúnebre que llevaba los restos de Prida Martínez a su última morada fue acompañado por apenas ocho personas, pues en la barriada todos estaban seguros de que había muerto a manos de fuerzas del más allá.

La fotografía que ilustra este artículo corresponde a las huertas de San Francisco y el panteón San Rafael a finales del siglo XIX.

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