A menudo se repite un falso mantra: no hay que unir el deporte con la política. O con la economía, o con la religión, o con cualquier otro aspecto de la existencia humana sobre el que las personas nunca se han puesto de acuerdo, han escrito mucho e, incluso, han derramado suficiente sangre.
Claro que no es conveniente añadir a las izquierdas o derechas otra losa de fanatismo, aun camuflajeada con un balón. Mucho menos agradable es que los teístas o ateos de turno proclamen que su credo es superior haciendo uso de lo que pasa en un campo de juego, pero pretender que el deporte más querido (y odiado) del planeta no absorba los patrones del contexto donde se practica no solo es ingenuidad: es cerrar los ojos a una realidad que se resiste a fáciles explicaciones.
Catar 2022 es una bofetada para los de argumento rápido. El anómalo mundial de fin de año es el pretexto idóneo para hablar de las sociedades árabes, tan cerradas a los derechos humanos, pero muy abiertas a una economía de mercado a pesar de las desigualdades que inevitablemente provoca. Implicará hablar de un sistema que permite la realización de un torneo que generará millones de dólares mientras Europa vive una crisis energética y se prepara para un duro invierno.
Cabría discutir sobre la hiperconectividad con la que algunos aficionados vivirán la justa, y que contrastará con la de otros, que leerán las crónicas en periódicos amarillentos de días antes o tratarán de sintonizar la radio o una mala señal de televisión, a pesar de que los partidos generarán contenido hasta el fastidio, el idóneo para alimentar Twitter, Instagram, TikTok o Facebook.
El futbol deberá ser pretexto, incluso, para oponerse a él. Conocerlo y amarlo para denunciar los tratos cuasi luciferinos de Joseph Blatter y su camarilla, que mantienen aprendices en las altas dirigencias de la UEFA, Conmebol y Concacaf, o a quienes usan el balompié como plataforma de poder a la medida, como el siniestro Florentino Pérez o los gobiernos petroleros árabes, por no hablar de los oligarcas rusos venidos a menos tras la invasión a Ucrania.
También es tiempo para conocer a John Carlin, Martín Caparrós, Franklin Foer, Ken Loach, Eduardo Sacheri, Juan Villoro, Roberto Bolaño, Vladimir Dimitrijević, Emir Kusturica o Roberto Fontanarrosa, quienes han tratado de encontrar las costuras de ese balón exquisito, pero a la vez terrible, que es la industria del futbol, porque no solo es brillo para las cámaras o redonda alegría, sino que representa también a los aliados de dictaduras militares o de las empresas sin escrúpulos. Dichos autores exploran los campos de divisiones de ascenso llenos de ilusiones, casi todas rotas, se meten en los vestuarios llenos de idiomas ajenos y supersticiones tan extrañas como terribles, y narran la vida sucediendo detrás de nuestros recuerdos ceñidos a la pelota.
Pero también hay un motivo: hablar de futbol. Charlar sobre la magia y estrategia del banquillo. Explorar las esperanzas de los jugadores y los aficionados. Relatar una y otra vez el pase exquisito, la pared angustiante, la barrida –esa representación del barbarismo– o el gol que es casi como el primer café del día.
Que los sprints de Mbappé sean la escenificación de la angustia por alcanzar un destino; que los cinco mundiales de Cristiano sean el sinónimo de las voluntades nunca derrotadas; que el regate de Neymar sea como la danza de la selva, y que el simple toque de Lionel nos recuerde que los genios son pocos y que el césped puede ser otra forma de arte.
Ojalá que en poco menos de cuatro meses, si se atreve a leer esta columna, para hablar de futbol nos sobren los pretextos y nunca nos falten los motivos.
Alfonso E. Robles