Es casi mediodia del 2 de noviembre y los caminos rumbo al camposanto guían los pasos de las familias para reencontrarse con sus seres queridos. Llevan consigo ramos de flores de cempasúchil y veladoras; los acompañan los tríos y bandas de viento que con su música llaman a los difuntos a venir de vuelta a casa.

La celebración del Día de Muertos en el panteón de Chililico, como en otras comunidades de la Huasteca, es un ritual de reconciliación entre el dolor de la partida de los seres queridos y la alegría de lograr una conexión con ellos a través de ofrendas con flores, incienso, ceras, comida, agua y hasta cerveza.

Las tumbas, iluminadas con la flor de 20 pétalos y las velas, sirven también como mesa para colocar ahí los platillos que a los difuntos les gustaban: pan, frutas, tamales, agua, cerveza y chocolate. Es ahí donde surge la comunión con los que ya no están en cuerpo físico, pero que vuelven para degustar la esencia de los guisos que sus familiares prepararon un día antes para compartir.

Es una gran fiesta, en la que los nativos de esta comunidad reciben al visitante con gran alegría, risas y, a veces, lágrimas en los ojos, al rememorar los nombres de sus seres amados. Ellos muestran su hospitalidad, compartiendo la comida de las ofrendas, a manos llenas, como muestra de hermandad.

En punto de las 12:00, niños, jóvenes y adultos lanzan cuetes al aire para despedir, nuevamente, a los fieles difuntos, que –según las cuestiones religiosas– se fueron en la gracia divina.

Pero ahí no termina el festejo. Es apenas un momento de pausa, de recuerdos, para continuar celebrando la vida entre quienes siguen en este plano para no olvidar a aquellos que dejaron su huella y están presentes en el altar.

Sara Elizondo