· 
Hace (7) meses
Rodolfo Benavides en la FUL, hace 34 años
Trece años de labor periodística de Criterio
Compartir:

Hace 34 años, el 20 de agosto de 1989, durante la celebración de la tercer edición de la entonces Ferilu, tuve el privilegio de reconocer la extraordinaria trayectoria del escritor pachuqueño, Rodolfo Benavides, autor de obras como Las profecías de la gran pirámide, La noche de los tiempos y otras índole esotérico, a las que se agregan El doble nueve, La vertiente, Las cuentas de mi rosario y A río revuelto, cuya trama novelesca se desarrolla en las poblaciones de Pachuca y Real del Monte, sitios donde transcurrieron los primeros años de su vida.
De su propia voz conocí recuerdos de su niñez en aquel Pachuca, que ha decir suyo “era una ciudad metida en una media nuez”. Le recuerdo a punto de derramar lágrimas y con un nudo en la garganta que adelgazaba su voz al iniciar sus añoranzas. “Mi familia era muy pobre, vivíamos en una en extensa vecindad de dos patios, en la que la familia rentaba un cuartucho, que por todo el ajuar tenía, dos catres, una desvencijada mesa de madera con tres sillas, una improvisada alacena formada con cajones de madera, desechados por alguna de las muchas empresas mineras que operaban en la comarca y un anafre”.
Su mirada se posa en sus manos que se revuelven como para darse calor y luego, reanuda la conversación: “Mi padre consiguió una beca para mí en la Escuela Metodista Julián Villagrán, pero las necesidades de la familia me obligaron a abandonar los estudios en el cuarto grado, era el año de 1913. Pachuca era entonces una ciudad importante, aunque de reducidas proporciones, podía recorrerse de palmo a palmo en cosa de 20 minutos, yo lo hacía con frecuencia porque mi padre trabajaba en la Hacienda de la Unión, ubicada en lo que hoy es el Jardín del Arte esquina de Xicoténcatl y Allende.
“Al abandonar mis estudios, encontré empleo como guangochero en la cuadrilla de un señor de apellido Hernández a quien apodaban el Negro; mi trabajo consistió en llevar, hasta el nivel donde trabajaba con su cuadrilla, sus alimentos y mucho pulque y tortillas, que trasportaba en una bolsa de lona llamada guangoche, tras una pausa continúa, el primer día que llegué a trabajar, serían como las 9:30 de la mañana, cuando junto a otros mozalbetes de mi edad, abordé la jaula que me condujo al nivel 400, donde estaba el Negro Hernández.
Al llegar al nivel, la puerta de la jaula se abrió y bajamos prácticamente la mitad de guangocheritos, que en ella viajaban yo seguí al que tomó camino por el túnel, seguro de que se dirigiría al mismo lugar que yo, mi guangoche pesaba toneladas y como no iba a serlo si llevaba, cuatro botellas de a litro completamente llenas de pulque, media docena de jarros y tres kilos de tortillas, así como cajetillas de cigarros. Me sentía inseguro caminando por aquel obscuro túnel de suelo fangoso, pero seguí a los guangocheros que iban delante, alumbrados por sus pequeñas lámparas de carburo, la mía no encendió. El helado aire que circulaba en aquellas encrucijadas calaba hasta los huesos y resistí estoicamente toda inclemencia. Después de caminar por cerca de unos 10 minutos, se empezó a escuchar el ruido de las perforadoras que se fue haciendo más intenso, hasta llegar donde las cuadrillas trabajaban.
“Al arribar a la parte más iluminada, observé una mesa hechiza con polines y tablas, cubierta de cartones. Los trabajadores de las cuadrillas habían encendido un fogón y colocaron encima una lámina requemada que hacía las veces de comal. “Allí encontré al Negro, que al verme me dijo ‘Vamos a ver, güerito maricón, ¿trajiste todo lo que pedí?’, ‘Si, señor’, contesté, ‘¿Mercaste el pulque, en Ca de doña Gume?’, y escanció un buen tanto en un jarro. Tras probarlo, agregó ‘Si serás güey, este neutle está llovido. A ver, daca las tortillas y el guisado que mandó mi vieja, ¿no ves que esta bola de jijos se están muriendo de hambre y ya no quieren trabajar?’, sacó todo del guangoche y lo acomodó en la mesa, mientras ordenó que pusieran a calentar las tortillas y las ollitas con guisados.
“En menos de 10 minutos los trabajadores devoraron todo lo que estaba en la mesa. Yo me quedé allí en un huequito del socavón, mirando como comían. El Negro giró y me dijo, ‘¿Pos que aste no va comer nada?, ándile, arrímese’, pero cuando estaba dando el primer bocado, llegó un hombre corpulento de cara colorada y ojos azules, que vociferando les dijo ‘Ustedes no tener llenadero, go, go, a trabajar’. Una rechifla a coro fue la respuesta, pero todos regresaron a su labor.
“Con los otros guangocheros, levanté todo y me dirigí a la jaula que me llevó nuevamente a la superficie, eran cerca de las 11 de la mañana cuando estaba ya en el camino del Cerezo a Pachuca, la ciudad podía verse a los lejos, envuelta entre la bruma de la lejanía y el humo que espacian media docena de chimeneas que enhiestas señalaban el lugar de las haciendas de beneficio diseminadas por la ciudad”.
Don Rodolfo se quedó callado. Nuevamente sus ojos se rozaron de lágrimas y agregó: “Allí nació el Doble nueve, mi primera novela”. Era el año 1989. Benavides apenas vivió una década más, pues murió el 14 de enero de 1998. Minutos más tarde el entregue en una ceremonia, el diploma que enmarca esta publicación.

Compartir:
Relacionados
title
Hace 1 días

© Copyright 2023, Derechos reservados | Grupo Criterio | Política de privacidad