Imagen: Juan Villoro
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Hace (53) meses

La mermelada del profeta

Imagen: La mermelada del profeta
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Los perfumes incluyen ingredientes apestosos, la metafísica no tiene sentido sin la física y ciertas personas son contradictorias. El inasible Miguel de Nostradamus nació en 1503, en Provenza, Italia. Fue una de las figuras más luminosas y oscuras de su siglo. Un acontecimiento definió su sino: la peste.

Ante un mago de tal calibre hay más conjeturas que certezas. Alberto Savinio procuró interpretarlo en clave humana, sin acudir al ocultismo. Hermano de Giorgio de Chirico, Savinio fue escritor, músico, comediógrafo y pintor. Autor minoritario, casi secreto, apreciaba la erudición que comparten los iniciados. No es casual que se interesara en el “doctor Nuestraseñora”.

Nacido en el seno de una familia de ascendencia judía e italiana, Nostradamus se aficionó desde niño a las preguntas sin respuesta, lo cual prefiguraba su vocación científica. En su juventud se concentró en la astrología y la astronomía, entonces inseparables. Concibió ideas sobre la redondez de la Tierra hasta que su padre le advirtió que eso podía llevarlo a la hoguera. Aceptó que la Tierra es plana y profesó la fe católica.

Estudió medicina en Montpellier, donde los estudiantes podían desalojar a los vecinos que hacían ruido e impedían leer. En las clases de anatomía conoció una superficie más interesante que el cielo: la piel de las mujeres. Casto hasta el prejuicio, idealizó la epidermis femenina y preparó sublimados para protegerla. “La iridiscente gama de los maquillajes nace de sus manos”, escribe Savinio: “Como un arcoiris capturado y puesto al servicio de la cosmética. Su cráneo es el lecho del Instituto de Belleza. ¿Qué sería de Elizabeth Arden, de Helena Rubinstein, del mismísimo gran Antoine, sin las enseñanzas de Miguel de Nostradamus?”.

Su habilidad para la farmacopea lo llevó a confeccionar mermeladas y gelatinas para que la fragancia de los frutos tonificara el cuerpo.

El gran cambio llegó con un flagelo que era representado como una “bestia selvática”, criatura fantástica con alas de murciélago que sostenía una antorcha de la que salía humo amarillo. La peste se había apoderado de Europa. No se trataba de un nuevo adversario; entre el año 1000 y 1400 se habían registrado treinta y dos epidemias de ese tipo.

Nostradamus se interesó tanto en el mal que decidió seguirlo a las ciudades donde actuaba con cruel capricho. Unas veces arrasaba con la población; otras, dejaba a muchos con vida y los volcaba a un frenesí erótico. Los médicos usaban la “escafandra de la peste”, traje que les cubría el cuerpo, con lentes protectores y esponjas en la nariz. Además masticaban ajo. Nostradamus, que había escrito un Tratado de los Afeites, concibió otro remedio, una receta aromática con clavel, aloe, cañas doradas y rosas recogidas antes del rocío. De acuerdo con la leyenda, quienes tomaron ese específico sobrevivieron a la peste.

La fama del doctor se volvió extraordinaria. Fue agasajado en banquetes hasta que conoció la más paralizante de las amenazas: la felicidad, encarnada en una mujer que respondía a sus sueños de cosmetólogo.

El misántropo que hacía el bien se encontró ante la posibilidad de disfrutar la vida sin tener que solucionarla. Había ayudado a erradicar la peste, tenía celebridad, amor y fortuna. Pronto llegarían dos hijos hermosos. ¿Qué hace una persona que lo tiene todo pero no deja de pensar? La parte diurna del doctor cedió espacio a su parte nocturna. El taller de las compotas se convirtió en el santuario de un mago.

Abrumado por la dicha, comenzó a tener “crisis de clarividencia”. Vio a un joven fraile en la calle y se arrodilló, llamándolo “Santidad”. Tiempo después, ese religioso sería Sixto V.

A partir de entonces se convertiría en profeta. Su mujer y sus hijos murieron sin que él pudiera hacer nada al respecto. “¿Era para este resultado, oh, Felicidad, para lo que insististe tanto en ofrecerle tus gracias?”, se pregunta Savinio.

Nostradamus dejó numerosas profecías para el futuro, muchas de ellas terribles, ninguna tan enigmática como su vida. Antes de la peste, ofrecía ungüentos, remedios y sabores; sorteó con entereza la epidemia, pero no pudo con el adversario secreto de una mente inquieta: la Felicidad. Rebelde ante la enfermedad, fue vencido por la plenitud. Una enseñanza amarga, digna del contradictorio profeta que preparaba mermeladas.

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