La historia reciente de Pachuca registra en sus páginas la existencia de un enorme número de expendios de antojitos regionales establecidos, ya sea, en espacios amplios y confortables que en banquetas, cercanos a sitios de comercio y servicios, tales como mercados, hospitales, templos, escuelas, parques y otros. Chalupas, sopes, tacos dorados y suaves, tamales de hoja o encuerados, tlacoyos y, ahora, infinidad de vendedoras y vendedores de pastes, que desgraciadamente confunden a este bocadillo tradicional con las simples empanadas, desnaturalizando su origen verdadero.
Quién no se acuerda de las chalupas de la Victoria que, por allí de las 7:30 u 8 de la noche, empezaban a venderse en el portalito ubicado en cruce de las calles de Corregidora y Morelos o las quesadillas –no siempre de queso– freídas en inmensos sartenes desplegados afuera de la cantina El Regio o bien en la esquina de la otrora sombrerería Tardan –cruce norte de las calles de Hidalgo y Ocampo– aunque las había en otros muchos sitios, como la calle de Romero, en la mismísima Guerrero o en la de Covarrubias, sin soslayar las que se establecían en Abasolo y otras muchas arterias de los distintos barrios altos.
En el Pachuca de los 50, los pastes no cobraban todavía la popularidad que hoy alcanzan, famosos eran los que se vendían en la primera de Hidalgo muy cerca del portal del Constitución. Enormes canastas frente a las que se sentaban las expendedoras, que permitían a los transeúntes aspirar el característico olor de la papa, la carne, el poro, la cebolla y el chile, envueltos en la pasta tradicional u hojaldrada –variación sustancial de la original traída de Cornwall– que eran metidos en bolsitas de papel de estraza, que terminaban impregnadas del aceite desprendido de esos antojitos hoy desnaturalizados al prepararse de mole frijol y hasta arroz con leche, convirtiéndoles en simples empanadas sin pena ni gloria.
Muchos fueron los asiduos consumidores de la famosa pancita de La Güera, establecida en un local del mercado Barreteros, en la esquina sur-poniente, donde estaba la tienda de Don Chema. Una olla enorme y humeante que soltaba el peculiar olor del caldillo picoso en el que se hervían las vísceras, previamente lavadas a conciencia. Subida en un banquito de madera, La Güera celebraba desde muy temprano el rito de llenar decenas de cazuelitas con aquel producto, que era llevado a la única mesa que tenían su local, donde una docena de comensales le aderezaba con cebolla, cilantro, orégano y chile, todo finamente picado. Aquel suculento platillo era acompañado de una buena dosis de tortillas calientitas, que vendían varias tortilleras del mercado y una cerveza bien fría que se compraba en local de Don Chema, aquel platillo mañanero era, sin lugar a dudas, un eficaz medicamento para reparar las más severas resacas.
Entre los recuerdos de aquella ciudad que se fue, está sin duda el de las fritangueras, como se conocía a las mujeres que cocinaban aquellos enormes tacos dorados rellenos de barbacoa o pollo, sobre los que se vertía una buena porción de crema y salsa picante, a los que se daba el nombre de flautas, especialidad que se expendía en puestecitos de La Cuchilla, esa porción entonces invadida de puestos semifijos al poniente del mercado Benito Juárez –hoy Miguel Hidalgo– así como en la parte posterior del mercado Primero de Mayo o en diversos puntos del de Barreteros.
Imposible sería imaginar a Pachuca sin sus vendedoras de tamales, mujeres que, como en la escena evangélica de la multiplicación de los panes, sacaban de los humeantes botes depositados sobre las brasas de un anafre, cientos de piezas que bien hubieran podido alimentar a un batallón de hambrientos comensales, sin que aparentemente disminuyera su contenido. Algunas tamaleras vendían también teleras o bolillos de gran tamaño a fin de preparar las riquísimas tortas de tamal, manjar que fue tomando carta de naturalización en el arte culinario citadino. Imposible sería hablar de una, dos o tres tamaleras importantes, pues las había por decenas en todos los barrios y colonias de la ciudad, regularmente afuera de las panaderías.
También escriben páginas de aquellos recuerdo, las vendedoras de elotes y esquites, productos que forman la dieta de este país desde la etapa prehispánica; recuerdo a una señora que sentaba ante un gran cazo, depositado sobre un diminuto anafre, entre la mercería El Cisne y la panadería La Colorada, sobre el cazo, colocaba una tabla de blanca madera en la que apilaba los elotes que se mantenían calientitos gracias al vapor despedido, un frasco con crema, un platoncito con chile piquín de un lado y queso rallado por el otro, eran los aderezos que a placer podía usar el comprador para aderezar su elote.
A un lado, en otro anafre de cobre, se encontraba una gran cazuela con esquites, es decir dientes de elote guisados con cebolla, chile, yerbas finas y aceite, que se servían en generosas porciones sobre hojas de elote, estos productos eran entonces de temporada, entre agosto y diciembre, pero pronto formaron parte del mercado informal cotidiano. Lo curioso era, que estos platillos tan mexicanos no se expendían en restaurantes o cafeterías, salvo en contadas excepciones, de allí su identificación con los vendedores que tomaron las banquetas de la ciudad como cocina y comedor de sus productos.
Debo señalar que muchos de estos productos, tacos, quesadillas, sopes, pambazos, elotes, esquites etc., eran también vendidos en las múltiples cantinas y pulquerías a las que nos referiremos en una próxima crónica.