Se acercan las elecciones de Estados Unidos y la humanidad se pregunta si el país más poderoso del planeta seguirá en manos del hombre de piel progresivamente anaranjada que en sus mansiones dispone de excusados de oro y anunció que podría dispararle a alguien en la Quinta Avenida sin perder seguidores.
En su novela La conjura contra América, Philip Roth expone lo que habría pasado en caso de que el héroe de la aviación Charles Lindbergh le hubiera ganado las elecciones a Roosevelt.
Antisemita y aislacionista, Lindbergh encabezó el movimiento “Estados Unidos Primero” con una retórica similar a la de Trump. No faltan antecedentes para explicar la ascensión del magnate de Queens.
Sin embargo, numerosos analistas consideran que la popularidad de Trump es irracional e inexplicable. Es cierto que el hombre de copete tubular distorsiona la realidad, pero las fake news tienen larga historia.
Su antecedente clásico es la publicidad. El discurso de Trump opera como el anuncio de un medicamento: promete remedios fantasiosos y un alivio que llevará a correr dichosamente en cámara lenta junto a un cocker spaniel; luego, una voz convulsa menciona a toda prisa dramáticos efectos secundarios.
Esa voz equivale a la prensa, que no suele ser oída. Aunque Trump es una máquina de mentir, eso no lo convierte en una excepción en una sociedad sometida a las ilusiones de la publicidad, donde afecta al lenguaje popular.
Alguien confiable es “money in the bank”, lo bueno luce “like a million bucks”, la calidad indiscutible es “good as gold” y la eficiencia revela que “time is money”. Paul Theroux recorrió el sur de Estados Unidos para entrevistar a los blancos pobres que se sienten expulsados del sueño americano.
En su libro Deep South documenta la decepción de quienes se consideran al margen de una dinámica donde lo bueno depende del dinero. Para ellos, Trump es un outsider con suficiente poder personal para poner en su sitio a los burócratas de Washington. Multimillonario, ególatra y experto en autopromoción, Trump se convirtió en modelo de éxito. Condenarlo es más fácil que entender el atractivo que despierta para muchos.
En 2016, el New York Times pronosticó el seguro triunfo de Hillary Clinton; por su parte, en la cobertura de la jornada electoral, la cadena CNN anunció una y otra vez que la tendencia que favorecía a Trump sería corregida cuando llegara el voto de la población con estudios universitarios.
Estos medios informaban de sus deseos, no de la realidad. Michiko Kakutani ha escrito un libro sobre el uso social de la mentira: The Death of Truth. Al inicio de su alegato retoma una información del Washington Post: en su primer año de gobierno, Trump dijo 2 mi 140 mentiras, casi seis al día. Kakutani recuerda que, en Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt señala que lo que vuelve fanática a la gente no es tanto la convicción ideológica como la imposibilidad de distinguir entre la verdad y la mentira.
Es grave que Trump mienta sobre cualquier tema, del calentamiento global a su desempeño en el golf; sin embargo, para entender su impacto hay que estudiar a una sociedad donde la verdad no es prioritaria.
En el documental El dilema de las redes sociales, producido por Netflix, varios pioneros de la economía digital expresan su desencanto ante el fenómeno que contribuyeron a desatar.
Uno de ellos señala que, de acuerdo con un estudio del MIT, las mentiras se propagan en internet seis veces más que las verdades. Rusia intervino con sutil destreza en las elecciones estadunidenses de 2016, creando miles de cuentas digitales para dividir al país con consignas y acciones opuestas.
Unos mensajes llamaban a luchar contra los afroamericanos y otros llamaban a defenderlos. Los estrategas del Kremlin sabían que el enfrentamiento y la polarización beneficiarían al candidato más ajeno a la tolerancia y a la conciliación: Donald Trump.
El Partido Demócrata tuvo cuatro años para aquilatar estas lecciones. No lo hizo y eligió al más aburrido representante de un sistema caduco. Solo el virus llegó en ayuda de Joe Biden.
Enemigo de la ciencia, Trump enfrentó a la pandemia de la peor manera. Si pierde, no será, como pronosticaron precipitados analistas, por su desconocimiento de la política, sino de la biología.
Darwin vuelve a tener razón: las urnas pondrán a prueba la evolución de la especie.