Tierra de buenos vinos es Coahuila, mi natal estado. Ahí nacieron las primeras casas vitivinícolas de América. En Santa María de las Parras, bellísima población en donde tengo afectos y recuerdos, se empezó a hacer vino cuando aún no finaba el siglo XVI, y hay evidencias de que Francisco de Urdiñola, uno de los padres fundadores de mi ciudad, Saltillo, cultivaba la vid y hacía sus propios caldos. El vino, dijo alguien, es la sangre de la tierra. Yo tengo para mí que es también la sangre del sol y el agua, y aun la sangre de Dios, como se ve en la eucaristía. Yo gusto del vino. Eso quiere decir que gusto de la vida. El otro día viví un día de vino y rosas. La expresión “días de vino y rosas” es de Edward Christopher Dowson, poeta inglés que murió a los 33 años de su edad, los mismos que vivió López Velarde. Entiendo que al hablar de vino y rosas el bardo hablaba de amigos y mujeres. Ellos y ellas están en la vida de cada hombre, si ese hombre es afortunado. Todos los años el saltillense Arturo Mendel convoca a la gran fiesta de la vendimia en sus bodegas de Don Leo, el excelente vino que hace en sociedad con la tierra, el sol, el agua y Dios. La suya es una fiesta de amistades y bellezas. Amistades que se fortalecen en la mesa del pan y el vino; bellezas del paisaje y de las damas que asisten al convivio. Los extensísimos viñedos miran lo mismo a Parras que a General Cepeda, la antigua villa donde vivió mi madre su niñez. Estoy en las bodegas de Don Leo -mi esposa las llamó “santuario”- y evoco a un amigo queridísimo, José Milmo, joven patriarca de la vid y el vino en Parras. Con igual esmero que él ponía en sus cepas cuida las suyas este hombre recio y laborioso que es Arturo Mendel. En sus vinos está igualmente una sabiduría como la de Paco Rodríguez, el generoso enólogo de la casa que Pepe dirigió. Conviven en Don Leo, pues, lo más noble de la tradición vinícola de Parras y las más nuevas tendencias en la elaboración del vino. Estuve en esa fiesta con amigos buenos, empezando por el propio Arturo y por su compadre Abraham Cepeda Izaguirre, pariente mío a quien muchas gratitudes debo. Ahí le di un estrecho abrazo a Ernesto Cordero Martínez, amigo de corazón desde los tiempos del Ateneo glorioso. Una noche de juventud, inspirado por el espíritu que en el vino vive, Ernesto me informó con gran solemnidad: “Armandito: usted y yo somos un par de cabrones”. Saludé con afecto a Malena, la bella y gentil esposa de Arturo, a quien conozco desde niña. Estuve en la fiesta de su primera comunión. Disfrutó ella del desayuno que sus papás ofrecieron en el vastísimo patio de su casa, por la calle de Xicoténcatl; dio buena cuenta de los tamalitos, del pan de azúcar con chocolate, del pastel. Tras de gozar aquello la chiquitina se recargó en su silla, se pasó la mano por la barriguita y dijo llena de satisfacción: “Comí como cura”. Su mamá se puso de todos los colores, porque al lado estaba el sacerdote que le había dado a la niña la primera comunión. Recuerdos son éstos que brotaron bajo la incitación del vino bueno. Gracias a Arturo Mendel y a Don Leo por esta vendimia que me permitió cortar las uvas de la vida y beber el buen vino que alegra el corazón. Jesús Flores Aguirre, coahuilense nacido también en General Cepeda, fue estimabilísimo poeta. A él se deben poemarios a los que puso hermosos títulos: “México esdrújulo”; “Horizontes grises”, “La ciudad de los caballos de bronce”. De él es esta preciosa joya lírica, un soneto trisílabo referido a la uva: “Precioso / racimo / oprimo / amoroso. / Y arrimo, / goloso, / y exprimo / y destrozo. / El mosto / de agosto / simula / granate, / y abate / mi gula”. FIN.