Un día en la Hacienda
 
Hace (37) meses
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En una de mis muchas incursiones a los libros de viejo de las calles de Donceles en la Ciudad México me encontré con un bellísimo ejemplar de Las Haciendas de México, de Manuel Romero de Terreros, autor que utilizó en muchos de sus escritos el seudónimo de Marqués de San Francisco —que lo fue por herencia—; dentro de ese ejemplar hallé, cuidadosamente dobladas, tres hojitas de un papel muy delgado, en las que un supuesto peón de la hacienda de San Javier, sita en el cercano de Tolcayuca, dejó plasmadas sus reflexiones sobre de la vida cotidiana al interior de aquella heredad, escritas con una descuidada caligrafía y ortografía, pero llenas una bella e ingenua belleza literaria las que seguramente fueron escritas, entre finales del siglo 19 y principios de 20, que recogidas por el dueño del libro se transcriben aquí con entero respeto de la ortografía y gramática con la que fueron redactadas:

“(……) ah que rechulas son las madrugadas en la Hacienda, sovre todo cuando en la noche anterior llovió tupido. El purito olor que se desprende de la tiera mojada, cuando le llegan los primeros rayos de sol, nos levanta el ánimo a los piones y creo que hasta el patrón y el capataz se ponen de “guenas”.

Bien temprano el patio mayor de la hacienda, se llena de chilpayates que corretean mientras esperan que salga el ganado que an de llevar a pastar. De las casas y jacales empieza salir el jumo de los fogones, que ace primero chillar rete muncho, pero aluego, cuando se empiesan calentar las tortillas y los frijoles, el jolor como se mete hasta la pansa y nos rebolotea el ambre, ya pa’ntonces don Sidronio el capatas, nos va metiendo en los guallines y va diciendo lo que tenemos que acer, mientras las biejas de unos y las mamases de otros, se acercan pa dejarnos el almuerso, que munchos, tan pronto empiesa andar el caretela, pellizcan pa saciar el lombriz.

“Pa’ cuando el sol ya brilla completito, le estamos dando a los sembradíos, la cosecha ya se acerca pa unas tablas, y en otras pus aluego se ve que le falta poquito, por allá algunos andan desllerbando y por acá ya andamos pidiendo que nos manden la carreta porque vamos a cortar las primeras masorcas, Ah como chifla bonito don Cruz, no hay naiden que lo haga mejor y el Pedro, lo asegunda cantando aquello de

La humareda de mi jacalito
ya se extiende por todo el trigal,
y en el fondo se ve el arroyito
que todas las tardes me suele arrullar
“(…) Ya se ve la barranca y el puente
y mi perro me viene a encontrar,
el sembrado se queda pendiente
porque ya los bueyes no quieren jalar.

“Todos nos quedamos como lelos, mientras admiramos el paisaje, que se dice en la canción de don Cruz y Pedro, que hasta se sienten músicos. Ya como a la 10 de la mañana, el Sidronio grita con todas sus juerzas: raaanchoooo y corriendito sacamos de los guandoches, –bolsas de lona– las dobladas y la casuelita de frijoles, así como nuestra buena rasión de pulque. No hay que acabárselo todo, porque toavía falta la ora de comer, que será por ai de las dos de la tarde. La mañana se va rete rápido cuando ay tanto que hacer. El sol bello de las primeras horas de la mañana, es ahora como un enorme leño que quema la piel y da muncha sed y la calor nos hace sudar.

(…) así transcurre el dia hasta por a(h)í de las cuatro o cinco en que regresamos a la hacienda (…) Las campanas de la capillita que está al lado del tinacal, anuncian nuestra llegada y que está por empesar el rosario que resa casi siempre la Pancha, ques mujer de Sidronio; por ay de las 5 de la tarde, la carreta, ba yegando a la hacienda, todos en silensio vamos mirando pa los campos verdes que pronto nos entregaran la cosecha.
“Al mirar pa’rriba, nos damos cuenta que el cielo nubloso de agosto deja pasar algunos rayos de sol, que caen sobre las milpas y todo se ve re bonito, sobre todo donde cai una lluviesita que después de mojar los maisales, suelta ese olor que nos gusta tanto.

La llegada a la Acienda casi al pardear, se pone revonita con las voces y juegos de la chiquillería, uno corre rodando una arremedo de yanta, otro monta una gruesa vara que le ace sentirse sobre un simula caballo, por aya las chilpayatitas juegan con sus muñecas di trapos y otros más grandes, cantan y bailan cansiones de niños. Mi Tata que ya está ancianito, mira los juegos, apoyado en su bastón, seguramente recuerda su ya muy lejana niñez, pues se le ve una sonrisa en la cara.

“De la calpanería –conjunto de casas donde viven los peones– sale el jumo de los fogones en los que se cuesen los frijolitos, se atuestan los totopos y asan los nopalitos, las mujeres fríen en la manteca otros antojo, pa entonces ya nos gruñe la pansa de hambre y por ahí de las 7 de la noche nos sentamos todos enfrente del fogón “pa” senar antes de irnos a dormir y poder terminar el día”.

El documento no tiene desperdicio, es un portento de información, escrito con la maestría de la espontaneidad de un peón que, según señala, estaba estudiando en la escuela de la hacienda de San Javier aún propiedad de La afamada familia Romero de Terreros, descendiente del primer conde Regla. La imagen que ilustra esta entrega es un cuadro del pintor José María Velazco.

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