Anselmo Estrada solía puntuar sus opiniones con manotazos que cimbraban la mesa. No era uno de esos opinadores con alma de alambre que se adaptan a la moda del día o al cheque del patrón en turno, era un periodista de verdad.

Conocedor de las minas, alpinista de la época heroica en la que se sobrevivía con zapatotes y cuerdas gruesas, Anselmo parecía un hombre indestructible.

Sobrevivió al cáncer, al PRI, a los porros y a los chayoteros. Observó la tragedia permanente que es la vida política del estado de Hidalgo sin derrotarse ni repetirse.

Porque para él el amor por su tierra y el amor por la lengua eran la misma cosa: saber hablar con precisión de la realidad era lo que lo definía.

Honorable, recto, entrón. Su nombre podría estar junto a cualquiera de estas palabras en el diccionario.

La muerte de Anselmo me sorprende lejos y en medio del caos y el encono en que está entretenido el mundo. Desde ya Anselmo nos hace falta para cronicar estos días y para señalar sin titubeos lo que haya que señalar, pero lo que no nos falta es su conducta ejemplar, la de alguien que no se arredra por más duras que se pongan las cosas.

Tendremos que reconocerlo de mejores maneras, pero por lo pronto yo quiero agradecer que siempre tuvo tiempo para aconsejarme y corregirme.

Acompañó la investigación documental que hice sobre el incendio de la mina El Bordo, leyó el texto resultante, me hizo sugerencias y, junto con Félix Castillo, presentó el libro hace unos meses. Lo digo ahora, pero hay muchos que pueden dar fe de la generosidad y rigor con que criticaba el trabajo de los que estamos aprendiendo.

Parecía hecho de roca, pero, como saben los alpinistas, no hay roca que no resienta el acoso de los elementos. Hoy Anselmo vuelve a la tierra que enriqueció con lucidez y energía.

Yuri Herrera