Tipos pachuqueños: El mecapalero
 
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En el Pachuca de mediados del siglo veinte una figura, consustancial al paisaje urbano, fue la de los mecapaleros, nombre con el que se designó a los cargadores, regularmente apostados, muy cerca de los mercados, pero más en las afueras de las piqueras o pulquerías afamadas, ubicadas cerca de los centros de abasto. Su nombre era derivado de la palabra náhuatl mecapal, que significa faja de ixtle tejido con sogas en su extremos, que se apoya en la frente para cargar sobre la espalda bultos pesados o voluminosos.

Eran estos personajes gentes de humilde economía, pero a la vez, muy dados a consumir bebidas embriagantes, tales como pulque o aguardiente, aunque tenían –como ellos mismos aseguraban– gañote universal y podían ingerir cualquier bebida fina o corriente. Su jornada empezaba muy temprano, a las cinco de la mañana en los puestos de “hojitas” –donde se vendían tés de hojas de naranja con un buen piquete de aguardiente– que se instalaban, en diversos sitios de la ciudad, aunque los más afamados, se ubicaban en la calle Nicolás Romero al costado norte del mercado Barreteros y en La Cuchilla, en la calle Julián Villagrán, a un lado del mercado Benito Juárez –hoy Miguel Hidalgo–, sin menoscabo de los instalados en otros lugares cerca de los principales centros mineros.

Hombres rudos, en su gran mayoría mal vestidos sucios, desaliñados y aquejados de un alcoholismo crónico, que les hacía proclives a gastar gran parte de sus exiguas ganancias en mantener su adicción. Muchos vivían en humildes cuartuchos de las vecindades que entonces abundaban en Pachuca –como en todo México– aunque muchas ocasiones dormían en plena vía pública, afuera de la piquera donde habían realizado sus últimas libaciones.

Después de mitigar la resaca, con un tecito de hojas de a 8 centavos –de donde se deriva el calificativo de té-por-ocho– se dirigían al interior del mercado, donde se ofrecían a cargar las canastas de las amas de casa que llegaban muy temprano por el mandado –término muy utilizado que definía la diaria compra de todo lo necesario para preparar desayuno comida y cena– acción por la que los mecapaleros cobraban “un quinto”; es decir, el equivalente de una moneda de cinco centavos, aunque su más importante actividad era en las maniobras de carga y descarga de mercancías, con las que se surtían tiendas y puestos del mercado, acción que realizaban utilizando el mecapal.

Rubén Galicia, a quien apodaban El Mereces, vivía en el último patio de la vecindad de Texas –el que estaba hasta el fondo, donde se encontraban los escusados colectivos– por el que pagaba un peso 150 centavos al mes, era un cuarto que estaba en la azotea, donde dormía en un petate y por más ajuar tenía dos huacales de madera en los que guardaba los pocos utensilios que utilizaba para medio vivir.

Cuenta la “conseja popular” que El Mereces había bebido tanto que ya padecía de delirios en los que creía ver que su madre venía hasta el cuartucho de la vecindad para rogarle que dejara de beber; el mecapalero entonces lloraba y se hincaba ante la supuesta imagen de su madre, a la que prometía abandonar el vicio. Sin embargo, a la mañana siguiente la resaca era tal que El Mereces corría al puesto de los tés de hojitas de doña María Lacunza, ubicado afuera de una cantina de las calles de Romero, en busca de su té de a ocho centavos.

Aquel frío día de octubre de 1951 el Mereces apuró tres pocillos de té con doble ración de aguardiente, que sirvieron para volverle a la realidad y se dirigió al templo de Nuestra Señora del Carmen –el Carmelito– ubicado en el callejón de Nicolás Flores, a espaldas del mercado de Barreteros. El poco alimento ingerido en muchos días y las enormes dosis de alcohol en la sangre, hacían para entonces estragos en la salud del mecapalero, que al entrar en el templo, creyó nuevamente ver que su madre, se desplazaba entre las bancas y reclinatorios y se dirigía a él reclamándole no haber respetado la promesa que le había hecho la noche anterior.

Salió Rubén apresuradamente del templo, pero al intentar huir, bajó intempestivamente por la pequeña escalera que daba acceso a la puerta principal del templo y debido a la torpeza de sus movimientos se enredó con las tiras de su mecapal y rodó por los escalones, desnucándose al caer pesadamente en la banqueta, fue una muerte rápida, tal vez sin dolor alguno, no hubo quejas ni gritos, solo fue el golpe sordo del cerebro con el filo del tercer escalón y ahí quedó inerte Rubén Galicia, El Mereces.

Solo Panchito Sánchez, el cantinero de la Tapatía, se acordó de su más asiduo parroquiano y, aunque seguramente El Mereces le quedó a deber cualquier cantidad, Panchito hizo una colecta entre los mecapaleros de Barreteros que sirvió para comprar la frazada con la que fue llevado a la fosa común.

La imagen que ilustra esta entrega, tomada hacia 1960, corresponde a la esquina de las calles de Romero y Guerrero en las afueras de La Tapatía en ella se observa un “teporochito” durmiendo la mona en la banqueta, mientras mecapaleros y transeúntes le observan indolentes; al fondo se distingue la fachada de la tienda de abarrotes La Popular.

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