Tipos pachuqueños: El vendedor de paletas
 
Hace (58) meses
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Personajes ligados a la vida de los integrantes de mi generación, fueron sin duda los paleteros, hombres que empujando un carrito de doble fondo, herméticamente  blindado, recorrían las calles, deteniéndose aquí y allá, para vender paletas heladas con sabores de distintas frutas y esencias, que eran la delicia de la palomilla al salir de clases al mediodía o por la tarde.

El costo de aquellos golosinas heladas, si la memoria no me traiciona, era de 10 centavos para las paletas “de agua” –limón, naranja, mango y otras frutas de estación– y de 20 centavos, para las de leche –vainilla, chocolate y fresa– pero había también unas que expendía la famosa peletería La Regia que iban provistas de una rebanadita de jalea de fresa o membrillo, que tenían un costo de 30 centavos.

No sé cuántas paletas cabían en aquellos carritos que circulaban por las calles y se estacionaban frente a las escuelas, pero era algo muy parecido al pasaje evangélico, de la multiplicaciones de los panes y pecados, pues  era extraordinario ver como el vendedor era rodeado por la chiquillería y acto seguido en medio de una gran algarabía, sacaba y sacaba paletas, sin que disminuyera el contenido del carrito.

Por allí salían a relucir las monedas de 10 centavos hechas de níquel  –de color plateado en cuyo frente podía leerse el número 10 de su valor y en la parte posterior el escudo nacional– de igual manera los famosos “quintos”, monedas de 5 centavos, llamados “josefitas” –por llevar en el anverso la imagen de  doña Josefa Ortiz de Domínguez– aunque las de mayor circulación entre la chiquillería era las monedas de cobre de 20 centavos, que llevaban en el anverso la imagen del templo de Quetzalcóatl y la pirámide del Sol y en el reverso el escudo nacional, no faltaban las pesetitas de la balanza con valor de 25 centavos, los Cuauhtémoc de a tostón –50 centavos– y los pesos plateados que llevaban la efigie del padre Morelos, aunque estos últimos no eran muy comunes entre aquella comunidad de estudiantes de la escuela primaria, por obvias razones.

En poco menos de media hora, el paletero concluía su estancia en aquel lugar y emigraba rápidamente a otro plantel de horario corrido, donde los alumnos salían una o dos horas más tarde, por el camino el paletero hacía sonar un ramillete de campanas asido al manubrio de carrito, con el que iba anunciado su producto.

Manuelito Ramírez, hombre de unos 60 años, era paletero en mi rumbo y llegaba a las puertas del colegio Hijas de Allende, poco después de las once y media de la mañana, en espera de la salida del primer turno al mediodía, allí permanecía hasta las doce y media, momento en el que emprendía su periplo hacia la escuela Pedro María Anaya, a donde llegaba exhausto tras empujar su carrito por la empinada calle Gómez Pérez.

Ignoro si regresaba a la paletera –ubicada en la calle Hidalgo– a  reabastecerse o si el producto le alcanzaba, pero es el caso que a las dos y media de la tarde –hora de entrada de los cursos vespertinos– estaba de regreso frente al colegio Hijas de Allende y ahí permanecía hasta las cinco que era la hora de salida.

Como todo buen paletero, Manuelito jugaba a veces a los volados con alguno de nosotros, y como buen paletero, tenía una suerte increíble. Como era persona de edad, los volados se efectuaban con la modalidad de tapados en los que la moneda se lanzaba a poca altura dando vueltas y era recogida y tapada con la mano, el contrario escogía el águila o Sol –las moneas de veinte centavos, tenían precisamente la pirámide del sol en Teotihuacán– si era adivinado, Manuelito le entregaba gratis la paleta pactada, en caso contrario recibía el importe sin entregar el producto.

Un día le pregunté, cuánto se ganaba por esa vía, me miró y luego llevó su ajada mano a la sudorosa frente y me dijo: “pues de uno a dos pesos diarios” que muy bien me sirven para comer, pues le pagaban un muy bajo porcentaje por la venta de las paletas, tan socorridas en días de primavera, pero tan desestimadas en los de frío o lluvia, jornadas en las que ganaba apenas para sostener a su familia que, según supe, eran su esposa y dos nietos huérfanos, cuando le dije que me gustaría vender paletas cuando fuera grande, me contestó, “¡espero que nunca tengas que hacerlo, para eso estás estudiando!”.

Años después –unos 15 tal vez– siendo procurador de la Defensa del Trabajo, llegó a mi oficina, sin saber que era yo el titular a solicitar mis servicios –lo habían despedido injustificadamente– lo reconocí a pesar de que a sus casi 75 años, encorvado y lleno de arrugas, no era ni la sombra del paletero de mi niñez.

Me contó cómo lo habían despedido e inicié el juicio, los dueños de la paletera eran muy conocidos en Pachuca, pero ni aun así pudieron influir en el criterio de las autoridades laborales, las que recibieron el día que se firmó el convenio de su liquidación, una paleta –recuerdo las caras de gusto de don Eduardo Vergara y de Ana María Castañeda, presidente y secretaria de la Junta de Conciliación y Arbitraje respectivamente– solo que estas fueron ya realizadas  por el propio Manuelito, quien tras el despido decidió iniciar su propia empresa, de breve duración pues concluyó uno o dos años después con la muerte de aquel paletero Manuel Ramírez mejor conocido como Manuelito el paletas.

La placa que ilustra este articula captó a un carrito de la paletería la Regia en el cruce de las calles Ocampo e Hidalgo en 1963.

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