Recuerdos del instituto: los perros
 
Hace (49) meses
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Quiero agradecer los muchos mensajes de aliento y felicitación a esta columna enviados a mi página www.cronistadehidalgo.com procedentes de un buen número de lectores. En obsequio a ellos, iniciamos con esta entrega: una serie dedicada a las tradiciones estudiantiles de mediados del siglo XX; comenzamos con las novatadas.

Para los inscritos a primer año de secundaria aquellos días eran difíciles; el perro –denominación genérica con la que se conocía a los novicios– se distinguía por llevar la cabeza rapada “al cero” y por soportar todo tipo de bromas, no siempre de buen gusto, de esas que hoy pomposamente se llaman bullying.

El acceso de los perros al edificio escolar, en los primeros días de clase, allá por el mes de marzo de cada año, era verdaderamente difícil, sobre todo, cuando no se tenía un padrino de cursos superiores para defenderlos. Por ello, algunos subían en grupos más o menos numerosos y de manera apresurada; otros lo intentaban por la puerta Trevethan –ubicada por la empinada calle de Doria, abierta –según se decía–, para que el querido maestro Serafín Trevethan, enfermo del corazón, no tuviera que subir por las escalinatas–, pero ni así podían salvarse de las novatadas.

Había que hacerla de criado o mandadero y traer de las tiendas de Bartolita o de don Sam, ubicadas en la acera frontal del Instituto, el cigarro suelto que solo ahí podía encontrarse; había que entregar “voluntariamente” el lápiz o la libreta y a veces el poco dinero que se llevaba. En otras ocasiones, la orden era meterse a las frías aguas de la fuente de la Garza y, tras salir completamente mojado, se le ponía hinojos para intentar, con alguna prenda seca o mojada, espantar al ave de metal para que volara de su pedestal, novatada que duraba varios minutos y terminaba cuando el viejo profesor Reinaldo Gómez Aldama, el Güipas, o bien la señora Lima, ambos prefectos del plantel, intercedían por los novatos, amenazando con la expulsión a los organizadores de aquel desaguisado.

Otra novatada utilizada era la guerra de los zapatos: formados los perros en dos frentes, se les ordenaba que se despojaran de su calzado, mismo que era depositado en una gran pila, ubicada en lugar equidistante entre dos filas de perros, después a la cuenta de tres, todos corrían al  montón de zapatos a efecto de tomar cada uno un par –que desde luego no era el suyo–, regresaban a la fila de la que procedían desde donde debían lanzarlo al grupo que se tenía enfrente, de modo que tras evadir los proyectiles lanzados, había después que encontrar el calzado propio en aquel caos de mocasines, todo ello, caminando entre el cascajo con el que estaban cubiertos los andadores de los jardines frontales del viejo instituto.

El fusilamiento fue otra broma utilizada: consistía en que un alumno de años superiores fingía disparar sobre un pelotón de novatos, quienes, al escuchar la imitación de los disparos, tenían que caer al suelo sin meter las manos. Y qué decir del examen realizado mediante preguntas capciosas, cuya respuesta era calificada siempre con un coscorrón: ¿De qué lado tiene la oreja una taza? Pues de fuera, se contestaba; no, tarugo, del lado que la agarres, y ¡zas! el coscorrón. Algunos que ya conocían las respuestas, señalaban las dos posibilidades, pero ni aun así se salvaban del golpe, porque entonces se les daba por sabios.

El momento más recordado por los novicios era el Día de Perro fecha que formaba parte de las festividades del estudiante –una semana completa de festejos celebrada por ahí del mes de junio de cada año–. Muy temprano, ennegrecidos con plombagina embarrada al cuerpo, llegaban los perros con sus protectores a las escalinatas del plantel de Abasolo, no sin antes haber deambulando por toda la ciudad solicitando ayuda para su acompañante, quien se presentaba encapuchado para no ser conocido. Más tarde, cuando el sol apuntaba al zenit, se iniciaba la adoración a Chancha, estatuilla de piedra que representa a Xilonen, la diosa del maíz tierno, hallada –según se cuenta– en uno de los muros del hoy salón de actos Ing. Baltazar Muñoz Lumbier.

Los novatos alzaban las manos al cielo, para luego bajarlas en símbolo de reverencia coreando la plegaria: ¡Oh Chancha!, ¡oh Chancha!

La ceremonia se realizaba por cerca de dos horas, en las que el idolillo era paseado entre las dos filas de adoradores dispuestas en las escalinatas, llevado por el Rey Feo elegido entre los alumnos de mayor antigüedad, para ser reverenciado entre jitomatazos y otros proyectiles de fétido olor, en tanto que, diversos encapuchados fustigaban las espaldas de los odorantes, con golpes de cinturón u hojas de palma. La celebración solo se veía interrumpida cuando algún protector reclamaba a los encapuchados haberse excedido con su protegido; porque entonces se armaba la bronca a puñetazos, deteniendo momentáneamente la plegaria de los perros que así descansaban unos minutos.

Al final, se organizaba el paseo del perro, en el que los novatos marchaban en grupo por las principales calles de la ciudad para concluir en el Parque Hidalgo o muy cerca de ahí, en la alberca del estadio –donde hoy está la Escuela Normal– sitio en el que el baño se generalizaba entre todos los participantes en el desfile. Ese día y en ese lugar terminaban las novatadas del primer ingreso.

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