Plaza de almas
 
Hace (66) meses
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Ella era pequeña, menudita; él alto y fuerte. Ella era de un rubio pálido y tenía ojos azules; él era moreno claro y tenía ojos cafés. Ella era de la Ciudad de México; él de provincia. La familia de ella era de condición acomodada: él pertenecía a la clase media. Ella era católica: toda su educación fue en colegio religioso; él gustaba de decir que era “librepensador y socialista”, y venía de una de aquellas universidades de izquierda que se ponían en paro cada mes en apoyo de Cuba o como protesta por la guerra de Vietnam. Se conocieron en la Facultad. Él estudiaba el último semestre de Letras Clásicas y ella el primero de Filosofía. En ese tiempo la UNAM era un hervidero -siempre era un hervidero-, pero ellos crearon su propio mundo porque se enamoraron. Cuando ella le hacía conversación él se olvidaba de que era librepensador y socialista; cuando él la besaba ella hacía a un lado las enseñanzas recibidas de las monjas. Todo dejó de existir para ella, menos él; todo dejó de existir para él, menos ella. El paraíso. No había pasado un mes de que se vieron por vez primera cuando decidieron casarse y tener hijos, preferiblemente dos niñas y dos niños. Vivirían en el DF, pero irían dos veces al año -en Semana Santa y Navidad- a visitar a la familia de él. Andaban siempre juntos. Conciertos en el auditorio de la Facultad de Medicina. Conferencias en el Aula Jacinto Pallares, de Derecho. Películas rusas en el cine Versalles y francesas en el Teresa. Interminables recorridos por las librerías de viejo de Donceles e Hidalgo. De vez en cuando una ópera en Bellas Artes o una compañía extranjera de ballet en el Auditorio Nacional. Un café en el Trevi, frente a la Alameda, y cada mes, en el aniversario del día en que se hicieron novios, una copa en algún bar de lujo de la avenida Juárez: ella un medias de seda; él un martini (“Muy seco, por favor”, para parecer de mundo). El paraíso. Ella lo presentó a sus papás, que lo recibieron bien. Él les escribió a sus padres para decirles que tenía ya novia formal y que se casaría con ella tan pronto se recibiera y encontrara trabajo. Lo encontró antes. Uno de sus maestros le consiguió un empleo de corrector de estilo en una editorial. Ganaba bien. Dejó la casa de asistencias en que vivió de estudiante y alquiló un departamento en un edificio recién construido en la calle Carracci, de Mixcoac. El día que la llevó a que lo conociera se conocieron como nunca. Fue algo natural. Fue como darse un beso más intenso que todos los que antes se habían dado. Al día siguiente él le entregó el anillo de compromiso y ambos les anunciaron a sus padres la fecha de su matrimonio. El paraíso. Ella seguiría estudiando; él haría la tesis y presentaría el examen profesional. Su jefe le había prometido que lo ascendería a editor cuando tuviera el título. Trabajaría también como profesor de Literatura en un bachillerato nocturno; ya tenía el ofrecimiento del director de la escuela. Empezaron los preparativos para casarse. Que la iglesia. Que el salón. Que la música. Que la luna de miel. Vinieron los papás de él a pedir la mano de ella, y las dos familias se llevaron estupendamente bien. Compartirían por mitad los gastos de la boda. Al día siguiente los novios invitaron a “la banda”, sus compañeros de la facultad, a celebrar el compromiso. “Bueno, pero primero ustedes nos acompañan a nosotros”. Y esa noche la llamada telefónica del papá de ella al papá de él: “¿Están los muchachos con ustedes?”. “No. Pensamos que estarían en tu casa”. “Tampoco están aquí. Dijeron que iban a festejar con sus amigos, y antes a una manifestación, o algo así, en Tlatelolco”. FIN.

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