Pegaso en el espejo
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Conocí a Carlos Chimal hace casi medio siglo en el taller de cuento que Miguel Donoso Pareja impartía en la UNAM. Carlos recorría entonces el campus con la enjundia de quien practica deportes extremos y estudiaba simultáneamente Química y Letras. En sus relatos, la materia narrativa se sometía a aleaciones que se suelen reservar a los metales. Uno de sus cuentos llevaba el emblemático título de “Acidez mental del pasado”. Sus ámbitos imaginarios sometían al lector a una experiencia similar a la que experimentó el químico suizo Albert Hofmann al salir del laboratorio Sandoz después de ingerir una nueva substancia: subió a su bicicleta, pisó el pedal y entendió que el mundo se había transfigurado, no por efecto del ciclismo, sino porque acababa de descubrir el LSD.

Chimal transitó por la contracultura con una antología de textos sobre rock (Crines) y las narraciones de Cuatro bocetos de lujuria y penuria. Su paso por el futbol americano, que en México es minoritario y exige ofrendar los huesos sin más recompensa que las fracturas, le permitió escribir la novela Escaramuza. En las siguientes décadas se convirtió en un apasionado y minucioso divulgador del conocimiento científico. Su capacidad para aclarar lo difícil, y aun lo hermético, lo llevó a escribir para niños y a estimular la mente adulta con libros como Armonía y saber. En busca de una idea estética de la ciencia y Tras las huellas de la ciencia. Un acercamiento universal. Después de asumir el desafío de entender el cosmos, Chimal sintió curiosidad por el pasado, lo cual significa que se mudó al siglo XVII para convivir con Carlos de Sigüenza y Góngora, personaje con suficientes inquietudes para representar su alter ego. El resultado fue una excepcional biografía novelada, El mercurio volante, publicada por el FCE.

Sobrino del poeta Luis de Góngora, Sigüenza aceptó el designio familiar de estudiar con los jesuitas, pero su gusto por la francachela lo malquistó con la Compañía de Jesús. Este fracaso inicial lo llevó a un acto compensatorio que duraría toda la vida y lo convertiría en experto en las más distintas disciplinas. Fue muy amigo de sor Juana y contemporáneo de Enrico Martínez (cosmógrafo, tipógrafo e ingeniero que ideó el Tajo de Nochistongo) y los pintores Cristóbal de Villalpando y Juan Correa. Practicó la teología, la arqueología, la crítica de arte, la astronomía, la astrología, la heráldica, la poesía, las matemáticas y la historiografía. Una de sus obras lleva el título de Mercurio volante, nombre que en el siglo XVIII ampararía a la primera revista mexicana de medicina.

En su propio papel de Mercurio -el inquieto mensajero-, Chimal se mueve con insólita familiaridad en el siglo XVII; describe la catedral que se construye al centro de la Ciudad de México; recomienda la ruta donde se ha acumulado menos lodo y el mejor puesto para comprar elotes, y utiliza con soltura los refranes y los dichos de la época. Chimal reinventó su estilo literario para resucitar el virreinato y revelar lo cerca que aún estamos de ese tiempo. España es hoy una monarquía, pero la sociedad en su conjunto no se somete a usos monárquicos; en cambio, México dejó de ser un virreinato, pero en la más sencilla lonchería y en cualquier oficina de gobierno hay usos de barroca estratificación virreinal. Nueva España es parte
del presente.

En la contraportada del libro, Evodio Escalante destaca la presencia del personaje indígena que acompaña al sabio novohispano. El interés de Chimal por los pueblos originarios comenzó por su apellido (en náhuatl, “chimali” quiere decir escudo) y se reforzó, como observa con acierto Escalante, con “las lecciones de la insurrección zapatista”, que obligó a recuperar partes soslayadas de
nuestra historia.

Sigüenza se pregunta si el conocimiento es “adquirido” o “infuso”, esfuerzo o don, invención o determinación. Algo hay de ambos. Metáfora de una identidad que se construye en la mezcla, El mercurio volante recrea el nacimiento de una cultura híbrida. No es casual que los libros de Sigüenza llevaran un Pegaso en la portada. Ni caballo ni ave, el animal mitológico comunica dos realidades, la tierra y el cielo, los extremos de un país criollo: Nueva España, el sitio lejano que en el luminoso espejo retrovisor de Carlos Chimal está más cerca de lo que aparenta.

Juan Villoro

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