Misión cumplida
 
Hace (24) meses
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Juan Villoro
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Alvaro Uribe decidió que su firma fuera un irónico dibujo: la letra A sostenía un rostro sonriente con la melena al aire. Este lúdico sentido de la identidad pertenecía a un escritor que no en balde se formó como filósofo.

Lo conocí hace medio siglo en un taller literario donde exalumnos de Augusto Monterroso tratábamos en vano de discutir textos sin la presencia del maestro. Desde entonces aprecié su singular inteligencia.

Cuando supe que los matemáticos hablaban de una “solución elegante”, me pareció que eso definía el pensamiento de Álvaro.

Ante el desafío de las influencias, se decantó por la más abrumadora: Borges. Resultaba difícil escribir bajo semejante influjo, pero él aceptó con tranquilidad el desafío: “Me gusta mucho escribir poco”, dijo.

En 1980, Carlos Chimal y yo nos hicimos cargo de las ediciones de La Máquina de Escribir, gracias a su ejemplar fundador, Federico Campbell. Tuvimos la suerte de publicar Topos, prosas breves que no aludían al animal ciego sino a distintos lugares. Fiel a su estética, Álvaro logró que su primera publicación tuviera 17 páginas.

Poco después publicó un volumen de relatos, El cuento de nunca acabar, y partió a París para envidia de quienes queríamos agregarle un capítulo a Rayuela. Ahí trabajó en la Embajada de México, fundó una revista que congregó a emigrados latinoamericanos, se convirtió en espléndido bailarín de salsa, pasó tardes sin término en las terrazas del Barrio Latino y aceptó sin culpas la felicidad. “Mis obras completas caben en un boleto de metro”, dijo cuando le pregunté por su trabajo en proceso.

Lo abrumé con cartas torrenciales que contestaba con el retraso de quien disfruta demasiado la vida para ponerla por escrito. Cuando lo visité en París, me invitó a cenar y pidió que llevara un vino “simpático”. Ajeno a las costumbres del gran mundo, fui a una droguería y compré una botella con tapón de plástico.

Durante la cena, un peruano que ya llevaba años en la Ciudad Luz, habló de la enoteca donde le habían hecho 10 preguntas antes de recomendarle un vino. Confesé que yo había comprado un vino de 5 francos. Álvaro me vio con afecto de hermano mayor, cambió de tema y tuvo la delicadeza de no servir mi bebestible (lo usó para limpiar metales).

Tiempo después me fui a vivir a Berlín Oriental y Álvaro pasó unos días conmigo. Mientras recorríamos el Muro, habló sin angustia de los libros que no escribiría. Viajaba, leía, aprendía, se enamoraba, esperaba el momento en que las historias llegaran a él.

Aceptaba el destino con sabiduría. Cuando descubrimos que se nos caía el pelo, propuse que evitáramos los adversos trabajos del agua. Álvaro sonrió como un monje zen y dijo: “Si se te va a caer el pelo, más vale que se te caiga limpio”.

Después de París, la diplomacia lo llevó a Nicaragua, donde el calor y las convulsiones sociales lo incomodaron lo suficiente para escribir una estupenda novela, La lotería de San Jorge. Dio clases en Estados Unidos y regresó a México. En la amorosa compañía de la escritora Tedi López Mills, dedicó sus mejores horas a escribir gran literatura.

Vivía un tanto al margen de la república de las letras, pero observaba en forma aguda la comedia humana.

Alguna vez me propuso que nos viéramos un martes o un jueves porque era cuando iba a la ciudad. Pensé que se había mudado a Tepoztlán o Cuernavaca, pero se refería a que pasaba la mayor parte de la semana en casa y dedicaba una jornada específica a la vida mundana. Esta provechosa disciplina llegó a nosotros en forma de novelas. Vicente Leñero leyó con entusiasmo Expediente del atentado y escribió la adaptación al cine que Jorge Fons dirigió con el título de El atentado.

El último libro de Álvaro Uribe, Los que no, trata de gente que dejó algo trunco en su existencia y así demuestra que lo interrumpido puede ser fecundo. Lo mismo se puede decir de la muerte temprana del autor.

Cuando leí el manuscrito de Los que no le escribí a Álvaro, lamentando que la buena literatura no despertara el interés que merecía. Respondió el 27 de enero de 2020: “Acabaremos escribiendo sin desdoro como el dramaturgo de ‘El milagro secreto’ de Borges: para nuestras propias conciencias y las de algunos lectores afines que quieran asomarse a ellas. Y con eso basta para sentir que la misión está cumplida”.

En efecto, querido Álvaro, amigo entrañable: tu misión está cumplida.

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