Milagro guadalupano en Pachuca – Columna de Juan Manuel Menes Llaguno

Cuenta la conseja popular que hace muchos, muchos años, por ahí de mediados del siglo XIX, cuando la hoy calle de Guerrero se denominaba aún Camino a México, arteria que daba inicio un poco antes de la entonces Plazuela de Barreteros y se prolongaba hasta las hortalizas de Cuesco o Coscotitlan, en cuyas inmediaciones —hoy Avenida Juárez— se encontraba una pequeña ermita, teatro de los hechos que se narran a continuación.
Felipe Ramírez Menor, a quien apodaban el Toronjo, era un conocido arriero que surtía tiendas y tendajones en aquel para entonces próspero Real de Minas, al que traía según los registros de la aduana: telas y calzado, sombreros y otros productos como café, panela y a veces hasta algunos licores. Más de 30 bestias formaban su recua cuidada por una docena de peones, que arriaban y ayudaban a las maniobras de carga y descarga.
Es el caso, que el Toronjo, hombre alto y esbelto, pero mal encarado y de pocas palabras, que andaba siempre armado hasta los dientes y era bueno “pa’echar bala”, se decía que debía muchas vidas, a causa de pendencias y reyertas, sin que nadie le hubiera acusado de aquellos homicidios; los peones que conducían la recua hablaban pestes de su carácter, pero maravillas de la paga por sus servicios, ya que no había quien retribuyera tan bien a sus hombres como él.
Aunaba Ramírez Menor a todo lo anterior una exacerbada incredulidad religiosa, que en muchos casos era irreverente e insultante hacia todo creyente, pero manifestada sobre todo entre los peones de su recua, a quienes llenaba de insultos cuando reverenciaban a algún santo o imagen de su devoción —dejen de santiguarse decía, esas son cosas pa’ viejas y niños— dicho lo cual les soltaba un buen golpe.
Se dice que un día, después de que el Toronjo concluyó las negociaciones de su carga, se fue a meter a una pulquería de mala muerte ubicada por la salida al pueblo de San Miguel Cerezo, donde ingirió muchos litros de pulque. Atardecía cuando salió de aquel lugar, obnubilado por la bebida y desorientado por las sombras del atardecer.
Al llegar a los terrenos de la Hacienda de la Luz, alias Loreto, un par de malandrines, ocultos en un estrecho callejón del barrio de La Motolínica, le salieron al paso, haciendo relucir sus machetes —échanos toda la plata que trais orita mesmo— el Toronjo intentó sacar su pistola, pero un golpe en el hombro lo desarmó, aunque alcanzó a librar el segundo que el otro asaltante alcanzo a propinarle. Con rápido movimiento desarmó al oponente y se liaron a golpes, mientras el segundo huía despavorido.
Varios minutos duró la pelea de la que el Toronjo salió victorioso, pero muy herido. Jadeante y tambaleándose, caminó derramando sangre por las calles del antiguo Real de Minas, la borrachera no le permitía percatarse de su gravedad, ni de los sitios que recorría. Caminó mucho, hasta llegar a un sitio, donde las fuerzas por la pérdida de sangre y el ánimo alcoholizado le hicieron desfallecer y no supo más de sí.
Días después —tres o cuatro— despertó en un sitio desconocido — un cuarto muy blanco y limpio— como lo recordó cuando rindió su declaración ante la autoridad; —Me atendió una bellísima mujer indígena, morena, de finas facciones y mirada serena, lavó mis heridas y me vendó cuidadosamente, no le oí decir palabra alguna, pero yo sentía lo que ella quería decirme—. Después de aquello, me quedé dormido y desperté a la orilla del camino Pachuca-México, muy cerca de la garita, donde me encontró Tomás, el guía de mi recua.
El Toronjo no atinaba a desenmarañar lo sucedido, ¿quién fue aquella mujer?, ¿en qué sitio lo curó?, ¿cómo llegó al lugar donde lo encontró Tomás? Estás y mil preguntas más se formulaba Ramírez Menor, sin atinar a encontrar ninguna respuesta lógica. Llevó Tomás al Toronjo a que lo reconociera don Manuel Roque un viejo médico instalado en Pachuca muy cerca del templo de la Asunción en la Plaza de la Constitución.
Después de revisar las heridas y percatarse de que habían sanado, le recomendó reposo y una dieta alimenticia acorde a los males de cualquier convaleciente. Pagó el Toronjo los honorarios del médico, percatándose que su dinero estaba intacto —tampoco le robaron— Levantó entonces la mirada a un cuadro que colgaba en la sala de espera del consultorio del galeno y quedó estupefacto, pues allí estaba la imagen de la mujer que había curado sus heridas. Ella es, sí, sí —aseguró— ella fue la que me salvó, ¿quién es? —interrogó— el médico extrañado le dijo, es la virgen de Guadalupe, la patrona de México.
Ramírez Menor enmudeció y salió del consultorio confundido, estaba seguro de las facciones, la mirada, el color de la piel, todo era igual al de su salvadora; y, entonces, cuenta la conseja, que el Toronjo transformó su ateísmo en una religiosidad fervorosa. El primer paso fue ordenar la construcción de una ermita en el sitio donde fue encontrado por Tomás, el capataz de su recua y se cuenta que año con año pagaba al vicario de la parroquia de la Asunción para que un sacerdote celebrara y predicara en aquel pequeño templo, que por estar dedicado a la Virgen de Guadalupe —cuya imagen original se veneraba ya en el pueblo o Villa de Guadalupe cercana a la Ciudad de México— paso aquí a denominarse como La Villita —pequeña villa— donde desde aquellos años se celebran año con año las apariciones de la morenita del Tepeyac.
La imagen que acompaña esta publicación corresponde al templo de la Villita en Pachuca hacia el año de 1933.