Los Policarpos en la Revolución
 
Hace (36) meses
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Policarpo Hernández López era uno de los cerca de doscientos trabajadores de la mina La Zorra, operada por la empresa norteamericana De Real del Monte y Pachuca. Laboraba en ese lugar desde 1909, de modo que, a principios de 1913, era ya un experimentado barretero que había logrado manejar admirablemente las nuevas perforadoras eléctricas adquiridas por la empresa apenas un año antes.

La noche del sábado 8 de marzo de aquel 1913, Policarpo, como era costumbre, salió del turno matutino por ahí de las cuatro o cinco de la tarde y se dirigió a su domicilio en el callejón de La Pasadita, en el entonces naciente barrio El Arbolito; al llegar a la calle de Galeana se encontró con su tocayo Policarpo Sampayo, quien le invitó a “tomarse unas” en la pulquería El Tráfico, famosa por vender los mejores curados y las más ricas fritangas.

Hernández López, que traía el estómago vacío, aceptó la invitación y los dos entraron en la piquera, donde permanecieron cerca de cinco horas.

Hacia las once de la noche salieron “medios chiles”, dispuestos a buscar donde seguir la parranda, sabedores que barrio adentro había muchos lugares donde para seguir la juerga, pero al llegar a la altura de la puerta de ingreso de la Hacienda el Progreso –ubicada entre la calle de Galeana y el Río de la Avenidas ( Donde hoy cruza la calle de Julián Carrillo)– se encontraron de frente con un grupo de tres o cuatro operarios de esa hacienda, con quienes se hicieron de palabras y pronto salieron a relucir las “colas de gallo” (navajas en forma de media hoz) y se armó la reyerta, que no llegó a más, porque se presentó la gendarmería.

A medianoche, los involucrados en la gresca fueron presentados en la barandilla con el juez de paz, quien dejó en libertad a los trabajadores de la Hacienda el Progreso y ordenó fueran arrestados los dos Policarpos, que de inmediato fueron trasladados a la galera de la inspección de policía, donde durmieron la borrachera hasta eso de las cinco de la mañana, hora en que fueron despertados por un piquete de soldados federales, quienes los sacaron y trasladaron al cuartel de San Francisco —hoy Cuartel del Arte—, sitio en el que, tras bañarlos en las regaderas de agua fría, les fue entregado un uniforme color caqui y les endilgaron un pesado mosquetón con dos cananas y un cinturón cartuchera.

De nada sirvieron las protestas ni sus peticiones para informar a los familiares de su situación; un sargento les informó que habían sido reclutados en leva y que al día siguiente saldrían a combatir a los rebeldes en el norte del país. Esa mañana tuvieron que soportar “la cruda” en el campo de tiro que se encontraba en el exrrancho del Cuervito, a un lado el parque Hidalgo. En ese sitio fueron adiestrados para cargar y disparar el mosquetón y aleccionados para interpretar los toques de clarín y corneta con que se trasmitían durante las batallas las órdenes de sus superiores.

Días después, los Policarpos fueron separados, Hernández López fue asignado a Zacatecas y Sampayo quedó en Ciudad de México. Al despedirse lloraron su desventura, pues sabían que serían obligados a luchar contra quienes defendían lo que ellos mismos querían para México. Policarpo Hernández fue enviado a Zacatecas, una ciudad tan minera como Pachuca, en tanto Policarpo Sampayo permaneció en Ciudad de México.

Un año más tarde, el pelotón de soldados federales donde estaba Policarpo Hernández enfrentaba a la División del Norte, encabezada por el general Villa y en la que militaba el gran artillero hidalguense Felipe Ángeles. El destacamento de Hernández fue apostado en las faldas del cerro La Bufa, sitio en el que un obús de la artillería de Ángeles le hirió gravemente.

En pocos minutos un escuadrón de enfermeros levantó su cuerpo para enviarlo con otros heridos al hospital de campaña, en medio de terribles dolores. De pronto, Policarpo Hernández reconoció a su amigo y tocayo, Policarpo Sampayo, quien meses atrás, había logrado escapar del cuartel de Federales de la Ciudadela en Ciudad de México y se había incorporado a las fuerzas del general Ángeles; los dos amigos se fundieron en fuerte abrazo, mientras, la parihuela avanzaba por las calles de zacatecas rumbo al hospital.

Los tocayos platicaron animadamente sus cuitas, teniendo como marco aquellas calles y callejones, impregnados como los de Pachuca por el olor del carburo desprendido por las lámparas de los mineros que a esa hora salían de su trabajo. Nuevamente, se dolieron de haber sido separados por la Revolución en bandos totalmente diferentes. Ambos sonrieron cuando al pasar por una piquera de las calles zacatecanas un trabajador minero lanzó un sonoro chiflido, ese que los mineros utilizaban tanto en Pachuca como en Zacatecas, cuando arribaban al socavón donde iniciarían el turno.

Eran cerca de las cinco de la tarde cuando Policarpo Hernández expiró en aquella parihuela que le lleva al antiguo hospital de Zacatecas. Sus ojos llenos de lágrimas quedaron fijos mirando al cielo de aquella ciudad minera, mientras que los de su amigo Policarpo Sanpayo, también inundados por el llanto, se clavaron en el suelo minero zacatecano. Cielo y Tierra unidos por las lágrimas de dos amigos, separados por la adversidad. Aquel fue el inmejorable marco para esta historia de Los Policarpos pachuqueños.

La fotografía procede de una postal que muestra las calles de Zacatecas después de la batalla del 23 junio de 1914.

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