En la frontera entre dos años —o dos tiempos de la vida de México— leemos el testamento del 2019. Ahí constan varios legados. Me ocuparé de algunos, que son prenda del “terrorismo penal”.
Un ilustre reformador dijo al término del siglo XVIII: el sistema penal revela “los grados de tiranía y de libertad (…) de las naciones”. Esa advertencia está vigente. La justicia penal constituye el más dramático escenario del encuentro entre el ciudadano común y el Estado poderoso. Esgrime la espada que puede caer sobre el culpable y sobre el inocente.
En estos meses abundaron las reformas penales. Algunas promovieron ardientes controversias. Otras pasaron inadvertidas. Pero ya comenzamos a olvidarlas. Las oculta el alud de novedades —ocurrencias o desgracias— que cada mañana sepultan la memoria del día anterior. Pero ahí están y comienzan a operar. No podemos ignorarlas.
En 2018 supimos —en alguna medida— lo que vendría en 2019. En noviembre de aquel año se emitió el Plan Nacional de Seguridad y Paz. Contenía la semilla de la siembra futura. Pronto llegaron las primeras andanadas a través de una reforma constitucional de gran calado, iniciada en el mismo 2018. Así comenzaron las novedades en esta tierra de conquista para el autoritarismo.
La propuesta se elevó sobre un diagnóstico irrefutable: la situación desastrosa que guardaba el país (y sigue guardando, agravada) en materia de seguridad. Frente a esa crisis, que recibía el nuevo gobierno, era indispensable y justificado reorientar el rumbo. Pronto y a fondo.
Se propuso crear una nueva institución: la Guardia Nacional. Esta criatura de la institucionalidad redentora suscitó un gran debate. Al final se afianzó su presencia y la de las Fuerzas Armadas (por un periodo de cinco años) en el ámbito de la seguridad pública, aunque éste es el espacio natural de la policía civil. La Guardia Nacional es un cuerpo de raíz y perfil militares, pese a las proclamas que lo niegan. En fin de cuentas, se militarizó la seguridad pública. He aquí un legado del 2019. ¿Llegó para quedarse?
En general, la prisión preventiva es una restricción de la libertad que se aplica a un imputado antes de que se dicte condena. Se justifica cuando hay riesgo de que se sustraiga a la justicia o altere la marcha del proceso. Por ello, debe atender a las circunstancias específicas de cada sujeto y de cada proceso. Esto no ocurre en la preventiva oficiosa, cuya aplicación se ha extremado en 2019. Constituye una espada de Damocles que pende sobre la cabeza de los “presuntos inocentes”, expresión que ya parece extravagante. Otro legado del año que concluye.
Hay mucho más qué decir, pero no espacio para decirlo. Ojalá que las vicisitudes que nos abruman no nos hagan olvidar esos legados. Ahí están. Actúan. Implican retrocesos notorios en el sistema penal y amenazas evidentes para el orden democrático y los derechos del ciudadano. Más que eso: revelan una oscura tendencia que camina hacia el abismo. Los caminantes somos nosotros.