Las pulquerías en Pachuca
 
Hace (46) meses
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Tras las medias puertas de persiana, acceso a piqueras, pulquerías o cantinas, había para los parroquianos del Pachuca de ayer un mundo aparte, enteramente distinto a la realidad exterior, ausente de los peligros de la mina, distinto al ambiente de miseria de la vida cotidiana de la barriada; eran sitio de refugio para toda pena amorosa o familiar y el sitio idóneo que permitía la evasión frente a toda adversidad.

En el Pachuca de la primera mitad del siglo 20, a decir del doctor Nicolás Soto Oliver, difícil sería encontrar una calle que no tuviera al menos una piquera y las había en abundancia en las callejas y callejones de los barrios del norte de la ciudad, paso obligado para llegar a los principales centros de trabajo minero, aunque muchas eran las diferencias, aún en las que coexistían en el mismo barrio, como era el caso de  El Arbolito, donde la modesta pulquería El Triunfo de Obregón contrastaba con su vecina de enfrente, El Triunfo de Madero, lujosa y concurrida gracias al “fiado”, con que su dueño despachaba los vasos de pulque durante toda la semana, apuntándolos –en una maltrecha libreta– con rayitas en la cuenta del bebedor, que puntualmente liquidaba su deuda los días sábados al recibir el pago semanal en la mina o hacienda de beneficio.

Sin lugar a dudas, dice Soto Oliver, allá por los años 30, la pulquería más afamada y opulenta en el barrio de El Arbolito era la de Las Márgaras, ubicada en la calle Reforma, que se distinguía de la denominada El Mundo al Revés, ubicada en la esquina de Reforma y Peñuñuri, modesta por su mobiliario y desde luego por el número y tipo de clientela. Sin embargo, había un denominador común entre todas, la limpieza con la que se mantenían sus instalaciones, a pesar del peor desaseo con el que hubieran terminado el día anterior.

No obstante, la hora en que se hubiese despedido al último parroquiano, a más tardar a la 9 de la mañana del día siguiente daba inicio la limpieza del lugar, se abrían puertas y ventanas, se sacaban a la calle, transitada por peatones y algunos jinetes –de caballo o yegua– las barricas y toneles depositarios del pulque, cuyo interior era escrupulosamente lavado y restregado con xixi y mucha agua. A este mismo proceso se sometía el interior de la pulquería, la barra, la contrabarra, las sillas y mesas de alambrón, los tablones y los anaqueles, para concluir con el piso que después de lavado era rociado con aserrín natural o rojo, en tanto que en los mingitorios se colocaban olorosos desinfectantes.

A eso de las 11 de la mañana llegaban los vendedores de pulque, que en auténtica competencia ofrecían su neutle; los pequeños productores lo traían a lomo de mula o burro; mediante cueros y en barriles acarreados en carromatos los mayoristas. Para la una de la tarde, terminada la limpieza y vaciado el pulque, nuevo, la fritanguera –ubicada en un rincón de la pulquería– encendía su anafre y colocaba trastes y platos listos para servir sus populares manjares.

Había también algunas piquerías que daban servicio desde temprano, con la venta de “tés de hojitas de naranjo con piquete de aguardiente”, que cerraban poco antes del mediodía, cuando las pulquerías, para bien o para mal empezaban su venta, al mismo tiempo que se iniciaba el expendio de antojitos –picosas enchiladas, flautas de pollo o barbacoa, garnachas, caldo de migas con tortilla o pan y otras delicias– que incitaban a ingerir el sabroso néctar de los magueyes.

Camiones, catrinas, tornillos y cacarizas eran las medidas utilizadas para la venta de pulque, aunque había también vasitos para el aguardiente y desde luego copas para el tequila u otras bebidas que se ingerían de manera natural. Los primeros parroquianos eran muy diversos, había desde “teporochitos” hasta cargadores, sin olvidar a los aguadores del Pachuca de ayer, que recorrían la ciudad llevando aguantador al hombro, botes de agua potable que recolectaban de las tomas públicas y conducían hasta las casas más alejadas del barrio.

Pero el verdadero público consumidor eran los mineros, que al salir del trabajo desfilaban lo mismo por la pulquería de su agrado, que por la que encontraran primero, pudiendo escoger una de las muchas que había en el camino del trabajo a su casa.  El ambiente en el interior era del todo abigarrado, un fonógrafo dejaba escuchar las ríspidas notas de alguna canción de moda, aunque su sonido parecía apagarse con la algarabía que producían los parroquianos con su plática; el humo producido por las frituras que se cocinaban en el comal colocado sobre el anafre se confundía con el de los cigarritos de hoja que en cantidades industriales se fumaban en aquel sitio que parecía jalar oxígeno del exterior a través de las reducidas puertas, frontera de aquel mundo heterodoxo con el de la realidad exterior.

No podían faltar los juegos de naipes, en el cual el rentoy o los albures eran los más practicados; el cubilete, jugado por verdaderas parvadas de bebedores y desde luego la rayuela y la macita predilección de un buen número de parroquianos. A lo largo de la tarde y principio de la noche, bandadas de consumidores entraban, mientras otros salían; desde luego muchos permanecían hasta eso de las 10 y en sábados hasta las 11 de la noche, hora en que aquellos negocios cerraban.

La placa que ilustra esta entrega procede de 1907 y corresponde la tienda

Juan M Menes Llaguno
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