Las posadas mexicanas
 
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En el Pachuca de mi generación, el 16 de diciembre era una fecha altamente significativa, pues a partir de ese día daban inicio las posadas, festividades que durante nueve días –los anteriores a la Noche Buena– recordaban el peregrinaje de María y José que, obligados por el censo ordenado por el emperador romano César Augusto, debieron regresar al pueblo de Belén del que eran originarios, para ser empadronados.
Como María estaba en los últimos días de embarazo, aquel desplazamiento fue sumamente penoso dado que no tenían casa en aquella región, por lo que se vieron en la necesidad de pedir que les dieran posada –alojamiento–, petición que muchos les negaron por desconocer el linaje de la divina pareja, de donde se derivaría el alumbramiento de María en un establo ubicado en las afueras de Belén la madrugada del 25 de diciembre, fecha sugerida del estudio hermenéutico que del Nuevo Testamento realizó en el año 386 San Juan Crisóstomo, impulsor de tal celebración.
Los propios frailes Agustinos encargados de la evangelización en varios puntos del territorio novohispano dan cuenta de la celebración de las fiestas llamadas Panquetzaliztli, realizadas en honor de Huitzilopochtli, cuyo nacimiento conmemoraban los antiguos mexicanos el 21 de diciembre; en tales festejos, de acuerdo con la costumbre, se intercambiaban viandas y se regalaban estatuillas realizadas con masa de maíz azul.
Dada la coincidencia aproximada de fechas, no fue difícil empatar la costumbre prehispánica con la Navidad cristiana, aunque debieron realizarse algunas adaptaciones a la tradición europea que solo conmemoraba los días 24 y 25 de diciembre, la primera y más importante fue precisamente celebrar los nueve días relativos al peregrinaje de María y José hasta llegar al pesebre donde nacería Jesús.
Oficialmente esta celebración inició en diciembre de 1587, al conseguir Fray Diego de Soria el permiso del Papa Sixto V para celebrar las misas “de aguinaldo” entre el 16 y el 24 de diciembre en la iglesia de Acolman; la palabra aguinaldo proviene del celta aguinaldo que significa regalo de año nuevo o avecinando a la epifanía.
Las primitivas posadas culminaban con la misa de aguinaldo el 24 de diciembre, en la que los frailes repartían regalos a los asistentes que habían asistido a las lecciones evangelizadoras y catequéticas. Esta costumbre evolucionó mucho a lo largo de los 300 años de dominación hispana y se convirtió en una esperada fiesta organizada año con año en los barrios y comunidades de pueblos y ciudades, y fue heredada al México independiente en el siglo XIX, como bien lo señalaran en sus escritos Guillermo Prieto y Antonio García Cubas, práctica que recibió el siglo XX y que mucho gustó a los integrantes de mi generación.
Por los años 50 del siglo pasado, tales festividades eran organizadas por los templos y parroquias católicas en los distintos barrios y colonias de su jurisdicción a través de grupos seglares responsables de la formación catequética en cada demarcación, que eran integrantes de cualquiera de las congregaciones religiosas que existían entonces. El día 16 de diciembre eran sacados del templo respectivo las imágenes de María y José en andas, figuras regularmente de barro adquiridas a prorrata por las familias de cada barrio o colonia, las que eran conducidas en una especie de parihuela de madera en medio de villancicos y otros cánticos, hasta llegar a la primera casa donde seria depositadas después de regatear la petición de posada a través de cantos populares que aludían a la situación de los peregrinos.
Los peques eran armados con farolitos de papel multicolor dentro de los que se colocaba una vela que se encendía al iniciar la marcha, durante el camino se entonaban villancicos que podían leerse en algo así como un tríptico que concluía con el tradicional cántico:

En el nombre de cielo
os pido posada,
pues no puede andar
mi esposa amada…

Cada hogar receptor se esmeraba en dar los mejores aguinaldos y las piñatas más vistosas, con el regocijo de la parvada de infantes, para quienes todo terminaba después de quebrar las piñatas y recibir un cucurucho lleno de colaciones de dulce caramelos, bombones y chiclosos, agregadas a las frutas recogidas.
A las 9 de la noche, los peques eran enviados a sus casas, mientras los adultos permanecían en la casa receptora por una o dos horas saboreando los ponches con piquete –es decir, aderezados con algún licor–, ensalada betabel, tortitas de jamón o queso de puerco y, en algunas casas, hasta había tiempo para organizar un rápido baile.
En los días siguientes, los santos peregrinos eran conducidos por diversas casas de la colonia, ya que el último día –el 24 de diciembre– regresaban al templo de donde salieron el primer día. Esos recuerdos se agigantan cada año en la medida que aquellas festividades se han ido extinguiendo.
La imagen que ilustra esta entrega corresponde a un grabado de Olvera, incluido en el libro de Gustavo Casasola, Seis siglos de historia gráfica de México, publicado en 1976.

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