Las planillas estudiantiles
 
Hace (48) meses
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Gratos recuerdos guardarán las generaciones estudiantiles del viejo Instituto y aquellas que vivieron los primeros años de nuestra hoy Universidad Autónoma de Hidalgo; de los primeros días de clases, cuando se renovaba la mesa directiva de la sociedad de alumnos de las diferentes escuelas, sobre todo de la preparatoria, días en los que se organizaban reñidas campañas para elegir a la mejor “planilla” –nómina de alumnos propuestos para ocupar la directiva estudiantil– regularmente integrada por alumnos de los grados educativos.
Desde febrero, al principiar el periodo de inscripciones, que se efectuaba poco antes de iniciar el nuevo ciclo escolar que entonces arrancaba como desde 1869 –el año el que se fundó el Instituto– el 3 de marzo de cada año, principiaba la campaña electoral, prolongada por cerca de un mes, periodo durante el que cada grupo contendiente, emprendía programas proselitistas para atraer al mayor número de simpatizantes y así alcanzar el anhelado cargo del presidente de la Sociedad Alumnos de la Máxima Casa de Estudios del Estado, que permitía a quien lo alcanzaba conducirse como gran señor y codearse con los principales directivos escolares, maestros, políticos, artistas, deportistas, etc.
Diversas eran las actividades emprendidas por cada planilla, aunque una de las más socorridas era la de repartir regalos entre el alumnado votante, tales como lápices, cuadernos, tarjetas con horarios impresos –muy solicitados a principios del ciclo escolar para apuntar la horas y días de clase así como el nombre de cada catedrático– un obsequio muy solicitado era de forros para libros y libretas, elaborados en papel manila de vistosos colores en cuyo frente se hacía constar el emblema y color que identificaba a la planilla –regularmente el blanco, el oro, el amarillo, el azul, el rojo o combinaciones de éstos– y en seguida el nombre de sus componentes, encabezados, por el presidente y el lema que le distinguía.
Pero nada más fortalecedor, al salir de la temprana clase de siete de la mañana que una “tamalada”. En el descansillo de la biblioteca –ubicada donde hoy se encuentra la Sala Doctor Pilar Licona, frente a la Sala del H. Consejo Universitario– se apilaban decenas de estudiantes para conseguir a duras penas, un bolillo de la panadería El Camello, un tamal envuelto en hojas de maíz y un refresco embotellado o vaso desechable con atole, acción alentada por alguna de las planillas de estudiantes, que pretendía alcanzar la presidencia de la sociedad de alumnos. El único pago exigido para tamaña acción electoral era una porra para la planilla en turno.
Otra forma de realizar la propaganda era organizar los famosos “corridos”. ¿Quieren cigarros?, gritaba desaforadamente un lidercillo y la turba, a coro, contestaba: !síiiiiii…! acto seguido la parvada de jovencillos rapaces seguía al gritón por las calles de Doria, doblando por el callejón de Rosales, para detener su marcha en el cruce que éste forma con la calle de Guerrero. Allí un grupo de no más de tres estudiantes se adelantaba hasta alguna de las cercanas tiendas de abarrotes, donde pedían un paquete de cigarros de tal o cual marca; servido el pedido, solicitaban alguna otra cosa con el fin de que el tendero se distrajera unos segundos y, aprovechando el momento, los ladronzuelos tomaban el paquete y salían a toda carrera para unirse al grupo que les esperaba impaciente y todos juntos ponían pies en polvorosa hasta llegar al venerable edificio de Abasolo, donde fatigados por el esfuerzo, pero ávidos del producto robado, vitoreaban a los autores de la siniestra acción, mientras las porras atronaban el espacio. Venía después el reparto del cilindro de papel y tabaco, que en la mayoría de las ocasiones era despedazado por las muchas manos que en la confusión sentían ya haberlo ganado, suscitándose entonces grandes contiendas a golpes entre los que se consideraban agraviados, que terminaba en el callejón de las muelas –calle de Reforma– arena oficial de toda contienda boxística.
En otras ocasiones la propaganda consistía en asaltar camiones de redilas o de transporte urbano, en los que se encaramaba la muchachada, que obligaba a los conductores a circular en sentido contrario por las principales calles de Pachuca, ante la mirada estupefacta de los transeúntes y la complacencia, entre comillas, de las autoridades policiales y de tránsito, que debían aguantar aquello de “tecolote bolsa” o “genízaro guango” y otras de más subida obscenidad, mientras los comercios cerraban apuradamente sus cortinas.
Años después nos enteramos que muchas de esas correrías eran concertadas previamente por los candidatos, quienes cubrían a los dueños de las tiendas el valor de lo supuestamente robado, aunque desde luego no en todos los casos, pero para nosotros era aquel un rasgo que definía nuestra la bizarría juvenil, esa que nos hacía casi inmortales y capaces de comernos el mundo a puñados. Algunos años más tarde, me di cuenta de la mesura con la que hay que conducirse siempre, sin que ello signifique conformismo o renuncia a la intrepidez clásica de las edades tempranas.
El recuerdo de aquellas fechorías realizadas con la ingenuidad de la adolescencia dejó profunda huella en aquellas generaciones y fue mancha para muchos jóvenes que al paso del tiempo alcanzaron una profesión, pero quedaron signados por la tropelía juvenil cometida en aquella ciudad de apenas 60 mil pobladores, donde la mayoría de sus habitantes se conocían y reconocían, hoy aquellos hechos, que en muchas ocasiones conmovieron a la sociedad pachuqueña son tan solo parte de los recuerdos, litografía de un tiempo que fue.

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