La venganza inútil
 
Hace (58) meses
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Juan Villoro
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Me encantaría participar en una polémica”, Nacho habló con entusiasmo. La frase me sorprendió porque es la persona menos belicosa que conozco. Desde niño, enfrenta los problemas con raro interés. Éramos vecinos y pasábamos las tardes en la calle. Ante algo incómodo -un gato atropellado, una sombra vacilante en una casa abandonada, el destemplado regaño de un adulto-, entrecerraba los ojos y sonreía apenas. Las molestias le producían una irónica concentración.

Ahora escribe artículos y, como tantos, ha sido víctima de ataques en las redes. “Otra vez me atreví a equivocarme”, dice ante la andanada de insultos: “Pero no hablan de lo que escribí sino de lo que alguien opina que dije; la descalificación ha sustituido a la polémica”. Hizo una pausa y agregó: “¿Te acuerdas de la pelota ponchada?”.

Había olvidado aquella anécdota. Con ayuda de Nacho, regresé al tiempo precario de la infancia que nos tenía reservada una lección. Hacia 1966 la Colonia del Valle era un sitio donde se jugaba futbol en la calle. Cada veinte minutos, alguien decía: “¡Aguas: carro!”, y el partido se suspendía un momento. No teníamos porterías; en esa variante callejera del balompié, el gol consistía en acertarle a un poste o a una coladera.

Jugamos con una pelota de plástico hasta que el primo de Nacho llegó de Guadalajara y confirmó la leyenda de que los malos jugadores se integran al equipo gracias a un talismán irresistible: un balón de cuero. A partir de entonces, nuestra cancha de asfalto compitió con el recién inaugurado Estadio Azteca.

Cuando el primo de Nacho volvió a Guadalajara, ya nos habíamos acostumbrado al lujoso esférico que inflábamos en un local donde se reparaban bicicletas. Decidimos hacer una colecta para comprar otro. Nuestra repentina cooperativa tuvo pronto un adversario: un Corvette azul turquesa.

El dueño de aquel modelo de fábula (¡los astronautas del proyecto Apolo manejaban uno idéntico!) era Tomás Ruiz, arquitecto que a veces jugaba con nosotros, pero cambió por completo al comprar ese auto que podía ocultar sus faros y cuya carrocería brillaba con peculiar ostentación, como los mosaicos al fondo de una alberca. El enemigo no era él, sino el coche mismo.

Tomás recorría a innecesaria velocidad la calle de San Borja, daba vuelta en nuestra privada y se topaba con un partido que lo hacía avanzar con la humillante lentitud de un tranvía. Nos odió de un modo elegante. No decía nada, pero bajaba la ventanilla para que viéramos su frente arrugada por el disgusto. Un día no pudo más y gritó que la calle era para los coches y los vagabundos. Si queríamos jugar, debíamos inscribirnos en un club. A la semana siguiente, enfrenó en tal forma que un suave vapor salió del pavimento. Bajó del auto, tomó el balón y amenazó con llevárselo. Aquel coche espléndido lo había enloquecido.

Nos acostumbramos a sufrir la llegada del Corvette con un miedo no exento de admiración, como si fuéramos perseguidos por un astronauta.

Una tarde de tormenta interrumpimos el partido y corrimos a refugiarnos bajo el alero de una casa. Cada uno pensó que el otro traía la pelota. Compartimos un cigarro “para entrar en calor” que sólo nos hizo toser. Detrás del humo, vimos la rauda carrera del Corvette. Otros vehículos dispersaron charcos, pero no fueron tan importantes.

Cuando escampó, descubrimos que ninguno de nosotros había recogido la pelota. Fuimos a buscarla y la encontramos hundida en un bache gris, atropellada de un modo insalvable. El Corvette había cobrado su venganza. Nos dirigimos a casa de Tomás, una construcción estilo “colonial californiano”, muy distinta a las fantasías de cristal que él empezaba a construir. Hubiéramos querido apedrear el coche, pero el garaje estaba cerrado. Nos conformamos con lanzar piedras a los cristales. A la tercera ventana rota, nos dimos a la fuga.

Perdimos lo único que habíamos conseguido entre todos y creímos haber hecho justicia. Dos días después, Nacho fue a la miscelánea donde se discutían los asuntos serios de la colonia y oyó que el repartidor de quesos decía con sincero arrepentimiento: “¡ponché la pelota de los chavos!”.

No supimos elegir al culpable. Y no sólo eso: en realidad no había culpable.

Nacho concluyó su recuerdo con esta frase: “La red me hace pensar en ese día; a cada rato se rompen las ventanas de la casa equivocada”.

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