La religión del misterio
 
Hace (38) meses
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Acababa de escribir que había en las calles de la capital una atmósfera de ruina, de desgracia, de tristeza. Al circular por Dr. Río de la Loza vi que habían abierto de nuevo, a pasos de la Arena México, una tienda legendaria donde venden máscaras de luchadores: Deportes Martínez. Sus cristales custodian una pequeña gran historia: ahí se guarda la primera máscara de luchador que hubo en México.

En 1934, Víctor Martínez, un zapatero llegado de León, montó un pequeño taller en Santa María la Redonda en el que confeccionaba zapatos deportivos. En sus ratos libres frecuentaba las arenas de aquel entonces. Salvador Lutteroth había descubierto la lucha en libre en las ciudades texanas y se le había ocurrido traer a México ese espectáculo.

Martínez asistía tanto a las luchas que terminó haciéndose amigo de un luchador rudísimo, Francisco el Charro Aguayo, exsoldado villista de la División del Norte, cuya rivalidad con el atildado, exótico Gardenia Davis, pronto iba a alcanzar tintes homéricos.

El Charro Aguayo encargó a Martínez que le hiciera unas botas especiales, unas botas para luchar. De ese modo la historia llamó a su puerta: comenzaron a buscarlos otros gladiadores, los primeros que se dedicaban profesionalmente a aquel deporte en México.

Cierta tarde, el Charro Aguayo llegó al taller acompañado por un luchador norteamericano: el Ciclón Mackey. Su nombre real era Corbin James Massey. El promotor Lutteroth lo había descubierto en una arena de El Paso.

Mackey no encargó unas botas, sino una máscara de piel, “algo que no me puedan quitar, que no se pueda romper; algo con lo que pueda cubrirme el rostro”. El zapatero le tomó medidas, hizo un par de diseños, eligió los materiales más adecuados. Al final confeccionó tres máscaras de piel de cabra, las primeras en la historia de la lucha libre mexicana.

Ninguna se ajustó a la cabeza del Ciclón. Le apretaban, las costuras se le clavaban en el rostro, le costaba trabajo ver. Salió del taller hecho una furia. Se llevó de mal modo, sin embargo, una de las capuchas: estaba por subir al ring y no tuvo más remedio.

Martínez tomó las cosas con filosofía. Se dijo que lo suyo eran los pies, no las cabezas y, apelando a un refrán famoso, volvió a dedicarse a sus zapatos.

Pero el Ciclón volvió a cruzar las puertas de aquel negocio. Porque, a causa del sudor, la máscara “dio de sí” durante la función y se ajustó a su cara como un guante. Se acababa de inaugurar una tradición: la tradición del misterio.

En noviembre del 34, Salvador Lutteroth dejó correr el rumor de que un “incógnito” había sido contratado para presentarse en la Arena Nacional. El promotor quería enfrentarlo con un luchador sirio al que nadie había podido derrotar: Ben Alí Mar-Allah, conocido como el Sheik.

La primera foto de aquel luchador “incógnito”, que fue presentado como el Enmascarado Rojo, enloqueció a la naciente afición mexicana. En su contrato, el enmascarado firmó como la Maravilla Enmascarada.

Se comenzó a fantasear sobre la identidad de la Maravilla Enmascarada”. Se dijo que era un aristócrata que luchaba de incógnito, a escondidas de su familia. La historia era redonda: el Sheik fue vencido y la Maravilla Enmascarada se convirtió en el fenómeno deportivo de aquellos días. Dos años más tarde volvieron a enfrentarse en uno de los primeros duelos de “máscara contra cabellera”, y ahora fue el Sheik quien obtuvo el triunfo. El misterioso luchador era, en realidad, el propio Ciclón Mackey, que había debutado sin gloria en las arenas mexicanas y al que la máscara pareció haberle concedido, durante el tiempo de su apoteosis, poderes extraordinarios.

Años más tarde la Arena Nacional se había incendiado, en su lugar estaba el cine Palacio Chino, y nadie recordaba al luchador que había desatado aquel extraño fenómeno colectivo: el culto del misterio.

En la ciudad devastada por la epidemia, ver iluminados otra vez los aparadores de Deportes Martínez es como ver que una antigua historia revive y regresa de la tumba. Una señal esperanzadora.

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