La otra desconfianza
 
Hace (92) meses
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El lugar común nos acosa. Nos asalta, con cualquier pretexto, en toda conversación. Se impone una y otra vez porque nos ahorra el fastidio de pensar las cosas.

En lugar de atrevernos a ver por nosotros mismos, en vez de escarbar hasta encontrar una idea propia, nos sumamos a los dichos que nos reconfortan. Caminamos con el bastón de las frases hechas. La conversación política suele ser poco más que eso: una máquina recicladora de lugares comunes. Quizá no hay frase que se repita más entre nosotros que esa que asegura que hemos perdido la confianza en el gobierno. La expresión se puede aderezar con la noticia del día, con alguna vieja anécdota, con cualquier encuesta. Llega siempre al mismo descubrimiento: la sociedad desconfía del gobierno.
Lo notable hoy es que sea el gobierno quien desconfía del gobierno. No me refiero a la saludable contraposición de instituciones que se vigilan. Que el legislativo sospeche del ejecutivo no es solamente aceptable sino necesario para el funcionamiento de la democracia. Me refiero al hecho de que el gobierno abdica de sus responsabilidades porque se reconoce incompetente. El descrédito del poder público arraiga en los mismos encargados de ejercerlo. Nos gobiernan anarquistas, dijo alguna vez Fernando Escalante. Y tiene razón: la condena al Estado, el desprecio de sus funciones ha persuadido a los mismos gobernantes que se desentienden de su responsabilidad.

No creo que sea, sin embargo, una obnubilación ideológica. Se trata del reconocimiento de la precariedad de nuestra estructura política. Si el gobierno desconfía de sí mismo es porque sabe bien que no ejerce control sobre sus piezas, porque se ha visto incapaz de coordinar su movimiento, porque no puede esconder que sus cuadros no tienen la preparación suficiente para cumplir con sus tareas, porque ha visto la torpeza con la que actúa y las terribles consecuencias que tienen sus pasos. El peluquero no puede confiar en una tijera que desobedece a su mano.
El caso es particularmente grave cuando toca la médula de lo estatal: la imposición de la ley. Hacer cumplir las reglas, castigar a quienes las transgreden, imponer con firmeza el dictado del derecho es, como se sabe, la tarea primordial del Estado. Supone algo más que voluntad de hacer cumplir la ley: la capacidad de hacerlo legalmente. Cuando repetimos que al Estado corresponde el monopolio de la violencia legítima advertimos que la fuerza tiene permiso, siempre y cuando canalice la ley. El Estado no es un qué, es un cómo. No es la fuerza, es la fuerza que se ejerce legalmente, es la fuerza que respeta los derechos, es la fuerza que se impone a la transgresión del delito sin apartarse de sus permisos. En esas condiciones de eficacia, el ejercicio de aquel monopolio sostiene la legitimidad: el poder público, al imponer con pulcritud la ley, cultiva su prestigio.
El estado mexicano se reconoce desatornillado. Si el piloto gira el volante a la derecha, tal vez el coche se frene. Si aprieta el acelerador es probable que se encienda el aire acondicionado. Si baja las ventanas el coche puede vuelta a la izquierda. Eso es lo que reconoce el gobierno hoy: no controla las piezas de su máquina. El gobierno se ha convencido de su incompetencia. Carece de los instrumentos, de la preparación, de las herramientas elementales para cumplir con sus tareas elementales. Por eso el gobierno dice un día que su paciencia se ha agotado y que tomará las decisiones necesarias para terminar los bloqueos que asfixian a una ciudad para no hacer nada los días siguientes. El ridículo al que se expone es entendible: nadie mejor que el gobierno sabe que el gobierno es incapaz de cumplir escrupulosamente su tarea. Sabe que las fuerzas policiacas no tienen el entrenamiento ni el equipo para hacer cumplir la ley sin causar desgracias irreparables. Sabe también que carece de los servicios de inteligencia que serían indispensables para enfrentar la organización de los provocadores.
No deja de ser paradójico que esa reforma que se nos vendió como la recuperación del Estado resulte, al final del día, el mejor ejemplo de la debilidad estatal. Porque el Estado no logra ser, nos gobierna la extorsión.

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