La maqueta del Templo Mayor: show y desfiguro
 
Hace (33) meses
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Me ha impresionado siempre la narración que el alabardero José Gómez hizo en 1789 de la vieja Plaza Mayor, nuestro actual Zócalo:

“La anchurosa Plaza Mayor no es sino un asqueroso hacinamiento de inmundos puestos techados con petates podridos; de esos puestos no salen sino fétidas emanaciones. Por allí andan vacas, perros, muchos perros hambrientos, cerdos gruñidores, revolcándose entre el agua encenegada y verde, y sacando de sus cienos pesados olores. Sobre toda la plaza zumba una insistente nube de moscas, densa y caliente”.

A su arribo a la Nueva España, el virrey de Revillagigedo atravesó aquella plaza con un pañuelo fuertemente perfumado apretado contra la nariz.

Revillagigedo decidió despejar, limpiar y ordenar aquel chiquero. La Plaza Mayor fue recuperada como un espacio en el que, en lugar de la basura y la mugre, reinaran los símbolos del poder del Estado.

De ese modo comenzó la terrible y triste historia del Zócalo. El relato de sus intentos de apropiación política o ideológica. La larguísima cauda de sus desastres cívicos.

Porque, como escribe de manera brillante el maestro José Joaquín Blanco, el Zócalo no ha consentido que nadie lo use de pedestal.

Al ocaso del virreinato, para quedar bien con el monarca español, el convenenciero y gris marqués de Branciforte hizo colocar ahí la estatua de Carlos IV (el famoso Caballito). Al triunfo de la Independencia, sin embargo, fue preciso llevárselo a otro lado.

Santa Anna quiso levantarse ahí, en 1843, un monumento dizque dedicado a la Independencia. Como es universalmente sabido, solo logró terminar la base o el zócalo de este, y por eso, en homenaje a la pasión mexicana por lo fallido y lo trunco, desde entonces le quitamos el nombre a la Plaza Mayor para imponerle el que popularmente perdura hasta hoy.

Maximiliano y Carlota quisieron construir ahí un jardín romántico, cargado de árboles, de arbustos, de flores.

Los primeros gobiernos de la Revolución volvieron el Zócalo un jardín simétrico, con banquitas y palmeras que recordaban los terruños de los grandes jefes de la facción sonorense. En 1957 el regente Uruchurtu lo mandó podar, y aniquiló las áreas verdes –vuelvo a José Joaquín Blanco– para que el Zócalo dejara de ser un lugar de recreo y se volviera, exclusivamente, punto de encuentro de las masas que aclamaban a la Gran Autoridad: “El siglo de las masas quería plazas rotundas, categóricas”. Quedaba visto que en el viejo ombligo del mundo prehispánico nada ni nadie conseguiría entronizarse.

Al pasar ayer por la vieja plaza hallé uno más en la larga lista de desfiguros: la maqueta del Templo Mayor con el que el gobierno de Claudia Sheinbaum pretende “devolverle” la memoria a la ciudad, de cara a los 500 años de lo sucedido el 13 de agosto de 1521: la caída de Tenochtitlan.

Eduardo Matos Moctezuma ha llamado a esto un despropósito. A unos metros de la Maqueta está el verdadero Templo, a cuya investigación, conservación y mantenimiento, la llamada 4T ha recortado 75% del presupuesto: no hay dinero, ya no para excavar, ni siquiera para eliminar los hongos y deshierbar los basamentos.

Sencillamente no existen fondos que permitan continuar un proyecto que se ha sostenido de manera sistemática desde 1978, arrojando luces sorprendentes sobre el mundo mexica.

Mejor un Templo Mayor hecho con tubos y fibra de vidrio, hecho por quienes quieren “reivindicar” a los pueblos originarios. Mejor un espectáculo de luz y sonido para engrosar la lista centenaria de intentos de apropiación fallidos.

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