El tema central de los tres candidatos a la Presidencia de la República es el ataque a la corrupción que en México (y el mundo) ha alcanzado niveles alarmantes de saqueo descarado. En esa línea de combate, el puntero de la contienda Andrés Manuel López Obrador (de Morena) afirma que acabará con ella de manera “radical” y que él es el único de los aspirantes presidenciales que tiene calificación moral para realmente hacerlo, pues él, aclara, nunca se ha visto envuelto en desvíos ni fraudes ni estafas. Que él, López Obrador, jamás ha estado ni cerca ni lejos de lo que el candidato morenista califica como la mafia del poder.
Por su lado, Ricardo Anaya (del PAN) alega que de ganar la Presidencia irá con todo contra las y los corruptos para, de comprobarse sus ilícitos, enjuiciarlos, meterlos a la cárcel y decomisarles los bienes y cuentas bancarias que, comprobadamente, fueron adquiridos con recursos no justificados en sus ganancias lícitas (sueldos, compensaciones y “premios”) por sus desempeños en la alta burocracia o puestos de elección popular.
Y José Antonio Meade Kuribreña, a quien ya debe considerarse sin ambajes como candidato priísta, difunde que su tarea principal, de llegar a ser titular del Poder Ejecutivo, será el combate frontal contra corruptos y corruptas.
Para empezar, López Obrador debería de considerar que acabar con la corrupción de manera “radical”, viene a ser una acepción excesiva al calor de la contienda electoral, pues sería tanto como querer acabar con el sentido de la propiedad, de la riqueza y el poder, y más en los tiempos presentes en que la carrera por alcanzar la riqueza es causa fundamental de quienes se han encaramado en el poder público y en las cúpulas empresariales, con una voracidad que ya toca las faldas de la más poderosa y decisiva corrupción, cuyos flemáticos representantes sesionaron en Davos, Suiza, en recientes días.
Ante tal proclividad acentuada, el tabasqueño podría enfrentar esa corrosión de manera decisiva (y aquí si radical) con resultados que, de ninguna manera desaparecería del todo esa ponzoña, pues siempre quedarán rescoldos de ella que, en dado caso, sólo podrían ser controlados con sanciones severas en el gobierno federal, pero no en otras instancias como los poderes Legislativo y Judicial, como tampoco en los gobiernos estatales y municipales.
Ante estos valladares se encuentran los otros dos presidenciables, y aunque ya urge un freno enérgico contra la corrupción, éste no vendrá real y decisivo del gobierno mexicano ni de otros gobiernos nacionales, sino de las dominantes fuerzas de poder mundial que se beneficiaron de esas proclividades en el ejercicio del poder de los países, pero que también provocaron el surgimiento de ínsulas locales de potentados que ahora quieren participar de la gran piñata global de la riqueza y el poder. Esto es, sólo la corrupción mayor enfrentará a la menor a nivel global.
En el ejercicio del poder público no basta ser honrado ni honesto, también es necesario ser astuto y realista para menguar, al menos, los males de la sociedad que en México y otros países se han acrecentado con otros males importados del exterior.
Si bien atacar la corrupción y el despilfarro agudizados del gobierno federal resultaría una ganancia en favor del país, hay otras aristas contundentes de la extendida descomposición que ha golpeado a México desde hace cuando menos 50 años. Una de ellas es la falta de respeto por la legalidad que violan consuetudinariamente personajes de la vida pública y privada con el torcimiento de leyes, a veces cínico, de personeros del Ministerio Público y del Poder Judicial.
