De entre las muchas historias que pueden construirse a partir de la consulta a los archivos judiciales del siglo 19, una, sucedida a fines de diciembre de 1847, durante la ocupación norteamericana de Pachuca, destaca por los sorprendentes hechos que trascendieron de la noticia a la leyenda, en la que fueron implicados, soldados del segundo regimiento de voluntarios de Kentucky, comandados por el coronel William Witthers,
Para Niceto de Zamacois, la población pachuqueña, recibió con gran beneplácito a los invasores norteamericanos, sin embargo, lo cierto es hubo encuentros y desencuentros, pues mientras los jefes militares prohibieron a los soldados intimar con los pachuqueños y ordenaron a sus hombres no acercarse a los fundos mineros, la medida tuvo que ser vigilada por los guardas armados con los que contaban las empresas mineras.
Juan Nepomuceno Olmedo, era uno de los guardas que había contratado la familia Revilla, para custodiar su mina, la de San Julio, ubicada en la cañada de “El Portezuelo”, en las faldas del cerro de San Cristóbal. A sus 39 años aquel hombre conservaba una complexión robusta, de músculos firmes que rebosaban el atuendo de “chinaco” con el que se ataviaban los plateados, grupos destinados a mantener la seguridad en las minas de la comarca.
Casado 18 atrás con Guadalupe Armendáriz con quien había procreado dos hijas, Lupita y Juanita Olmedo Armendáriz, el matrimonio tenía su domicilio en la calle de “El Caballito”, casi en el pleno centro del Mineral de Pachuca. Sin embargo fama tenía el plateado de ser empedernido jugador de los garitos clandestinos que había entonces en Pachuca.
De acuerdo con el expediente del que se toma lo sustancial de esta crónica, la noche del 30 de diciembre de 1847, cuando Juan Nepomuceno hacia su acostumbrado rondín por los alrededores de la mina de “San Julio”, escuchó unos ruidos raros, que decidió investigar, no sin antes recomendar a sus subordinados, permanecieran en la entrada de la mina con las armas listas para cualquier emboscada.
Lentamente Juan Nepomuceno, se internó en la obscuridad, de la que ya no regresó. José Casillas y Alonso Rivas, sus compañeros de trabajo, declararon que allí permanecieron por espacio de casi una hora y al ver que no regresaba su superior, decidieron ir a buscarlo, encontrando su cuerpo tirado en la falda del cerro, de inmediato dieron la alerta y cuando ya empezaba a clarear, llegaron las autoridades acompañadas de los médicos, que dieron fe de su muerte.
Informada de lo sucedido, Lupita Armendáriz, dispuso que velaran a quien fue su marido en la casa de la Calle de “El Caballito”. Pero he aquí que hasta ese lugar llegaron dos soldados del ejército de ocupación, de nombres, Robert Thomson y Thomas Wickly, quienes al verle en el ataúd de madera solo exclamaron “oh my god he seems to be asleep” Dios mío, parece estar vivo”.
Al día siguiente el cuerpo del plateado, vestido con sus mejores galas, fue inhumado en el Panteón de San Rafael de Pachuca, en medio del llanto de su esposa e hijas acompañadas a prudente distancia, por los dos soldados norteamericanos.
Cuatro días después, Robert y Thomas se presentaron en la casa de la viuda, a fin de cubrir un fuerte adeudo que habían contraído con el difunto. Ante el Fiscal de la causa, declararon que el fallecido, les había ganado la cantidad de quinientos pesos oro en una partida de Póker, efectuada en una casa de juego ubicada en los altos de los portales de la Plaza de “La Constitución”. Derivado de lo anterior, dijeron, se firmó una carta obligación con Juan Nepomuceno y venían a cubrir la cantidad adeuda y a recoger el documento, antes de que sus superiores se enteraran de tal deuda.
Pidió Lupita, le dieran 24 horas para hallar el documento, petición que fue aceptada por los americanos. En compañía de sus hijas, la viuda emprendió la búsqueda del documento por toda la casa, sin obtener resultados. Desesperada y al borde de un ataque de nervios, Lupita, recordó que su marido fue ataviado con sus mejores ropas –las que usaba cuando iba a la casa de Juego– mismas que le sirvieron de mortaja.
Acudió pues las oficinas del Panteón solicitando a su costa, la exhumación del cuerpo y tras obtener el permiso, se trasladó con los enterradores hasta el montoncito de tierra debajo del cual estaba su marido y con él, la fortuna de aquella deuda que querían liquidar Robert y Thomas.
Pero he aquí que al destapar el ataúd, encontraron una terrible y macabra escena, el difunto se encontraba bocabajo, sus ropas completamente desgarradas, en tanto que la madera de la caja mostraba arañazos profundos y huellas de sangre de los destrozados dedos de Juan Nepomuceno. Todos quedaron estupefactos, pues se percataron de que aquel hombre fue enterrado vivo, tal vez aquejado de un ataque de catalepsia, que al cesar, le permitió recobrar la conciencia en medio de la terrible obscuridad de un ataúd sumergido tres metros abajo, el resto de lo sucedido bien puede imaginarse. Encontraron el documento que fue hecho efectivo por los militares jugadores, lo que mucho ayudó a la viuda y a sus hijas
Los hechos corrieron como reguero de pólvora por toda la población, que fue presa de gran azoro por mucho tiempo De ahí que abuelas de nuestros abuelos decían ¡Cuando me muera hijo, cerciórate que esté completamente muerta, que no me pase lo que al infeliz Juan Nepomuceno! Qué bueno que hoy, en lo general, nuestros muertitos son cremados, no cree usted.
En la panorámica que ilustra esta entrega puede verse hacia 1892, en el margen izquierdo al antiguo Panteón de San Rafael