El síndrome de Chaplin
 
Hace (44) meses
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Según la leyenda, en 1921 Charles Chaplin se presentó a un concurso de sus imitadores y quedó en segundo lugar (un periódico australiano incluso lo ubicó en el puesto 27 entre 40 participantes). El cómico ya era mundialmente famoso, pero muy pocos lo habían visto a todo color. En persona, ofrecía una pálida versión de sí mismo.

¿De qué sirve ser auténtico si no lo pareces?

Hace unos 30 años participé en una tertulia donde se celebraba el Juego de los Parecidos. Nuestro anfitrión, ataviado con una imperturbable bata de seda, derrochaba erudición en las artes escénicas y juzgaba a cada participante por su semejanza con un actor o un personaje. Con enciclopédica teatralidad, declaraba que Raúl era igualito a Falstaff y Verónica a Angie Dickinson. Sospechábamos que en el fondo se avergonzaba de nosotros y necesitaba “elevarnos” al rango de figuras famosas. A diferencia de lo que le sucedió a Chaplin, nuestro amigo juzgaba la posibilidad de una semejanza.

Desde entonces, al ver un retrato al óleo me pregunto si se trata de un rostro imaginado o si procura captar las facciones y el carácter de una persona real. ¿Hay caras en verdad originales o todas dependen de la comparación con un modelo? Más aún: ¿qué tan parecidos somos a nosotros? Las preguntas se vuelven decisivas en un mundo donde padecemos el “síndrome de Chaplin”. De pronto, una imagen hecha de pixeles nos provoca un vacío interior: parecemos copias fallidas de nosotros mismos.

Buena parte de la vida ocurre de manera espectral en las pantallas. La presencia física se ha vuelto opcional e incluso inútil (en el sistema bancario, se resuelven más cosas por teléfono o internet que en ventanilla).

Ante el repliegue de lo físico, el cuerpo corre el peligro de convertirse en una masa con mala postura. Para aliviar el sedentarismo, la sociedad de rendimiento propone protocolos punitivos (no pain no gain): en todas partes prosperan gimnasios, donde la salud se cultiva en función de la apariencia. Slavoj Zizek comenta que las mujeres contemporáneas son presionadas a “someterse a procedimientos como la cirugía estética, los implantes cosméticos o las inyecciones de bótox para seguir siendo competitivas en el mercado del sexo”. Byung-Chul Han extiende esta exigencia a la sociedad en su conjunto, marcada por la autoagresividad: “zombies hermosos de bótox y silicona” y “zombies de fitness, músculos y anabolizantes”. A diferencia de la tertulia en la que buscábamos parecidos célebres, el cuerpo de gimnasio no imita un Ideal único, sino una anatomía indiferenciada: todo “vientre de lavadero” es idéntico a otro “vientre de lavadero”.

La reciente especulación inmobiliaria de la Ciudad de México ha creado edificios donde las “amenidades” (alberca y gimnasio) responden más a un sentido disciplinario que recreativo y que se anuncian con mayor despliegue que los magros departamentos donde se desempeñará la función residual de “vivir”.

En un ámbito regido por el consumo, las mentes y los cuerpos tienden progresivamente a lo uniforme. Desde hace años, Aeroméxico no pide que aborden sus “pasajeros”, sino sus “clientes”: abolición de la personalidad (si cada pasajero viaja en forma distinta, al cliente lo homologa la tarifa).

¿Qué diría Chaplin de nuestros Tiempos modernos? El cuerpo se somete a imperativos mecánicos y la mente a la autoexplotación de la realidad virtual. El trabajo en línea permite que seas tu secretario, tu recepcionista, tu mensajero, tu agente de viajes, tu administrador y, sobre todo, tu jefe, lo cual no brinda poder, pues se trata de una forma paradójica de la libertad: ser jefe significa autodominarte.

Todo esto ocurría antes de la pandemia, pero podrá aumentar con normas internacionales de biopolítica. ¿Qué queda de nosotros? ¿Adónde va el sujeto que pedalea en una bici fija bajo la luz morada de un gimnasio? Las muchas opciones de la sociedad de mercado conducen a una peculiar igualación, la “dictadura de lo idéntico”, como la llama Han. Somos un NIP, un usuario, un nickname, una tarjeta de cliente. Estamos, como el Chaplin del concurso, a la zaga de nosotros mismos.

Una de las pocas formas de lo auténtico es la literatura, donde la sinceridad depende de un desplazamiento, una mediación, una voz inventada que dice la verdad. Por eso Arthur Rimbaud escribe: “Yo es otro”, y Peter Handke: “Vivo de aquello que los otros no saben de mí”.

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