El miedo y el desamparo
 
Hace (82) meses
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Hay cadáveres en las calles. Explota una granada en alguna parte. Un niño muere durante una persecución de militares tras unos halcones. Hay matones detenidos y armas decomisadas, olor a carne quemada, a cabellos muertos. La ciudad es como un panteón de almas en pena, una Llorona multiplicada que en realidad no tiene lágrimas porque las desparrama hacia dentro y nadie debe saberlo, porque sobrevivir es rendirse y acostumbrarse al imperio de los cañones de fusiles automáticos; esa sangre esa agua salada, las cavidades acuosas, la muerte, el grito de dolor podrido, no sale en los periódicos: en sus páginas se publica el silencio, acaso un accidente, la alza en los precios de los productos y algún discurso del gobernador”. Javier Valdez Cárdenas, autor de este párrafo no se rindió y, como anticipaba ahí, no sobrevivió.
La tragedia mexicana ha arrasado la información, en particular la prensa local. La desolación de ese periodismo es símbolo de la devastación nacional. No tienen los periodistas, por supuesto, privilegio en el dolor. Si me detengo en la amenaza al periodismo es porque en su trabajo están nuestros ojos, nuestro entendimiento. Los periodistas son-lo digo sin solemnidad alguna-los cuidadores de la verdad. Sin prensa vivimos a oscuras y sin palabras: mudos y ciegos. La redacción de un periódico es, un poco, el símbolo de nuestra selva inhabitable. Acosado por criminales y políticos (la frontera entre unos y otros es falsa a su juicio), tentado y golpeado permanentemente por la corrupción, infiltrado por espías que delatan e intimidan desde dentro, incomprendido, abandonado a su suerte el diario local es México. No es solamente el periodista quien es obligado a callar, a “ponerse una venda en los ojos y un trapo pestilente en la boca”. Al retratar el miedo y la amenaza, la valentía y la traición, el desamparo y la terquedad de los reporteros de la guerra, Valdez pintó nuestro terrible presente.
Decía el periodista John Gibler en una entrevista reciente publicada por El país: “En México es infinitamente más peligroso investigar un asesinato que cometerlo”. ¿Alguien se atrevería a desmentirlo? Los criminales tienen el resguardo de la impunidad. A Javier Valdez lo mataron a pleno sol, lo dejaron a la mitad de la calle. Después de disparar doce tiros, los sicarios dejaron el lugar. No puede decirse que hayan huido porque no parece que tuvieran prisa, porque no necesitaron esconderse, porque saben que están a salvo. No hay imágenes de los criminales. En el centro de Culiacán, una de las ciudades más sangrientas del país las cámaras de vigilancia no funcionan. Más del 90% de ellas son inservibles. El gobierno no les ha dado mantenimiento. Matar tranquilamente, escribir con miedo.
Mandan ellos, escribió Valdez. El silencio gana. Al recibir el Premio Internacional a la Libertad de Prensa que otorga el Comité para la Protección de los Periodistas, Javier Valdez habló de la soledad del periodista mexicano. No era la soledad natural del oficio, el refugio firme de quien debe mantenerse distante de los poderes. Hablaba de una soledad “macabra”. Era un abandono o, más bien, un desamparo. No tiene eco en la sociedad lo que escribimos, arriesgando la vida. Queda en la página de un diario local, en el reportaje que leen un manojo de personas, en la imagen que se pierde en la tediosa pornografía de la sangre diaria. El desinterés, el hartazgo, la ansiedad social se han vuelto cómplices de la violencia. A cambiar de tema y a cerrar los ojos. Nuestro arrojo, por ello, cae en el vacío, volviéndonos aún más vulnerables. Valdez sabía que la indiferencia abarata la cacería.
La palabra que se abre paso entre las bocas cerradas, el reportaje que se publica entre tantos otros que quedan sin publicar, la imagen que muestra los horrores nace de la admirable insensatez del héroe. Nadie tiene obligación de serlo. Una sociedad que necesita héroes es una sociedad enferma. Una nación saludable no le pide a nadie poner su vida en la cuerda, no llama al sacrificio de ninguno. Pero eso exige un país moribundo: la monstruosidad
del heroísmo.
¿Es esto un país?

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